domingo, 10 de septiembre de 2017

Sexo-s en el lupanar: Un documento fotográfico (circa 1940)

Sexo-s en el lupanar: Un documento fotográfico (circa 1940)   (extracto)
Dora Barrancos; Ricardo Ceppi

Dora Barrancos es la Directora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Gênero, Buenos Aires, Argentina. Dora1508@aol.com

Un acontecimiento fortuito permite el rescate de otro acontecimiento por cierto menos fortuito, ya que en este caso se revelan aspectos del intercambio explícito de servicios sexuales en un ambiente cuya antigüedad institucional es regular y se confunde con el origen de los tiempos. Es fortuito el hallazgo del documento que registra conductas sexuales, pero convengamos que lo es mucho menos la persistencia de la institución que lo hizo acontecer. Lo más extraño en todo caso es la sobrevivencia de la serie fotográfica que permitió la captura de los juegos lascivos que analizaremos; todavía queda la interrogación sobre la índole del propietario, o mejor, del productor de las imágenes y se abren preguntas sobre el significado de su resguardo. Pero ingresemos a la historia de este acontecimiento.

Una adolescente se depara por azar, en la calle, con los restos de una mudanza. Entre los trastos abandonados un conjunto de cilindros denuncia la existencia de negativos fotográficos que constituyen una parte esencial de la materia de trabajo de su padre, que casualmente es un fotógrafo profesional. La adolescente – animada por su madre – decide hacerse con los cilindros que pueden interesar y agradar a su padre. Es así como este acto azaroso subvierte el destino de la pérdida inexorable para ingresar al estatuto del documento: el fotógrafo revela la serie que permite reconstruir – o mejor imaginar con condescendencia histórica – las escenas transcurridas en un lupanar de baja categoría, casi ciertamente en algún paraje semirrural de la pampa húmeda argentina, o por lo menos en los extramuros de algún pueblo en esa región.

Se trata de treinta siete exposiciones insólitas que el fotógrafo de marras decide compartir con especialistas y no tanto. En esa búsqueda se encuentra con la historiadora y he aquí los resultados del escudriñamiento que opera, necesariamente, sobre una trama hipotética, comenzando por la identidad de quien(quienes) realizó(aron) este documento en un momento en que, como se verá, se inicia la difusión de la cámara fotográfica entre los sectores acomodados y medios de nuestra sociedad. La disposición de la nueva tecnología constituye una verdadera revolución para represar imágenes en actos que parecen conferir mayor soberanía a los individuos. Sin duda está en juego una tecnología que inicialmente, y por bastante tiempo, usufructan los varones de la familia haciendo a menudo la voluntad de las mujeres y en la que descuellan los retratos familiares.1 La fotografía opera en base a una división sexual de tareas durante su propagación: la máquina fotográfica indexa funciones calificadas a los varones y sus resultados, las fotografías, demandan colección y archivo por parte de las mujeres. Salvo aquellas que corresponden a órdenes prohibidas, mantenidas en secreto, o mejor sólo disponibles para públicos estrictamente seleccionados. De su resguardo archivístico por cierto han debido ocuparse los varones y tal parece haber sido la suerte de este documento.

 Hipotetizando acerca de la conducta de actores y actrices
La cámara fotográfica tiene la ventaja de servir a una inflexible temporalidad: la sucesión de imágenes es irrevocable desde la perspectiva de quien las produce. La posibilidad de burlar el orden de la gestación sólo puede ser obra de los/las receptores y el trucaje obtiene entonces una expedita autorización. La fidelidad a la sucesión original de los acontecimientos que habrán de ocuparnos, está en nuestro caso garantizada y por lo tanto haremos, en primer lugar, una traducción especular de los actos tal como ocurrieron según un orden temporal. Esas imágenes se traducen en narrativas, en textos vívido. La descripción es indispensable para anclar una analítica comprehensiva aunque habremos de detenernos sólo en algunas escenas, aquellas que entrañan según los criterios de nuestra selección, una mayor centralidad semiológica.



Las dos primeras imágenes no son capaces de anticipar, absolutamente, la saga sexual sobreviniente. Una mujer joven, bastante bonita, con vestido largo y de color claro (de difícil identificación epocal, pues tiene aires de veste supratemporal) patentiza un consabido rol genérico tejiendo crochet, enmarcada por una puerta que invita al ingreso. Es evidente que en el momento de la toma la cámara la ha distraído, sus ojos miran de modo oblicuo y parece querer convencer sobre cierto ensimismamiento. Su postura es displicente, pero parece retraída en la labor. El ovillo del material que trabaja permanece en el suelo hasta que la acción ejercida por un hombre joven y bello, rigurosamente bien trajeado y engominado, con cigarro en la boca – en una ambigua actitud contrafóbica – , lo sostiene en clara actitud de cooperante con la joven tejedora. Tal la escena segunda de esta saga. La conducta reverente de las virtudes femeniles en artes que le son tan compatibles, sólo subraya el carácter varonil dominante de la relación entre los géneros coagulada en esta imagen.

Deben haber mediado una serie de acciones que seguramente consumieron más que algunos minutos, hasta la instalación en foco del tercer acto: el joven de marras se muestra besando y acariciando a una mujer joven sentada sobre su muslo. La mano del hombre acaricia el pubis, mientras la muchacha le toma la cara. Los ojos de ambos actores permanecen cerrados y esta es la única escena que orilla la gestualidad propiamente erótica de la serie. Se cuela ya la impresión de que ingresamos a un documento peculiar, que estamos frente a un registro de clara urdimbre sexual.

Aparece luego una escena que registra a otros dos varones conversando en el vano de una puerta con una tercera mujer que luce algo mayor, vestida de entre casa con un largo salto de cama rayado y de aspecto ordinario, presumiblemente confeccionado con tela de toalla y que evoca usos del período. El salto de cama, que se instala sobre todo como moda femenina, comporta una estricta jerarquía de gustos una de cuyas claves es el material. Las sedas están en el orden alto de las preferencias, mientras que las toallas se ubican en la escala inferior: su uso se confunde con el que se destina a secarse el cuerpo, y estrictamente es más rústico, no seduce como la seda, que insinúa más eficazmente el cuerpo velado.

Uno de los varones que usa anteojos y se muestra en mangas de camisa, gesticula; hace ademán de señalar, con una de sus manos, una altura, mientras el otro lo observa. Este último sostiene un diario de actualidad doblado bajo el brazo, detalle que seguramente indicia que está de "acompañante", que no está decidido a un protagonismo marcante, ya que no se ha tomado el trabajo de despojarse del periódico. Esta escena donde parecen intercambiarse trivialidades mediante órdenes de locuciones contingentes, no consigue distraer a la pareja que nos ocupa que seguramente ha proseguido con los intercambios de caricias. ¿Esta foto de márgenes de conversación, es una pose para retirar intensidad a las escenas centrales de sexo? En las tomas siguientes se revela la incursión de las manos del muchacho en las piernas de la joven, haciendo subir la pollera hasta una completa exposición de aquellas. Se advierte que están vestidas hasta las rodillas con medias "de seda", a la usanza del período, a las que ciñen unas insinuantes aunque escasamente eróticas ligas. En la foto siguiente, la joven, que mantiene abrazado al muchacho mientras se deja acariciar la zona del pubis, contempla de modo directo la cámara con una insinuación de sonrisa que funge como atención desplazada al "otro entretenimiento".

Todos estos actos son apenas la introducción al rito central de la masturbación captada por la cámara que, convengamos, es acometida por un asomo de autocensura. El fotógrafo ha ahorrado demoradas y más atrevidas tomas intermedias de modo que sólo una fotografía – sin duda central en el documento – pone en evidencia la serie de maniobras masturbatorias que han debido ejecutarse y su resultado, la eyaculación. El artefacto "eyacula" exactamente a tiempo, coincidiendo con la acción que capta.2 ¿Ese detenido voyerismo del fotógrafo que la imagen denuncia, ha significado efectivamente un involucramiento trascendiendo el goce del acto de manipular la cámara? La asombrosa nitidez de las gotas seminales de esta única escena de sexo explícito del documento que tratamos, habla más que de las propiedades de la sensualidad de los cuerpos, de los atributos técnicos de la cámara. Es aquí que se hace necesario un primer estacionamiento para introducirnos en contextos necesarios a la interpretación.



No hay dudas de que estas fotografías no revelan la intimidad de una pareja canónica de fines de los años 1930 – o casi seguro de inicios de los 40 –, sino que desnudan el trámite habitual de una visita a otra regularidad, debidamente reticulada en la simbología corriente de los intercambios necesarios para satisfacer a los varones, el prostíbulo.3 Es probable que algunos excéntricos documentaran fotográficamente sus experiencias sexuales con parejas regulares, legales o legítimas. Pero debemos concluir que eso constituye una rareza aún mayor, una nota improbable en los moldes morales afirmados en la doble trinchera de los códigos. El canon moral alienta la idea de que la ilustración de los cuerpos mostrando sus atributos sexuales, su exhibición captada por medios imagéticos, sólo se reserva a las mujeres que son capaces de transgredirlo, y no cabe dudas de que a estas se las llama prostitutas. Tal es el sema con que se representa a las que viven de desnudar su cuerpo, las modelos que sirven a pintores y retratistas, y qué decir de las actrices de cine – medio notablemente empinado por entonces – que se arriesgan a la interpretación de escenas más osadas con cuerpos que insinúan toda desnudez provocando estrépito entre sus seguidores/as. Todas ellas son "putas" en la extendida reducción semiológica del período, como lo son las trabajadoras que ofrecen gastar sus cuerpos en tareas extradomésticas, las "fabriqueras" y aún las empleadas de ciertos servicios.4 El "abandono" del hogar para salir a trabajar es una mala imagen, no rinde, definitivamente, buena reputación cualquiera que sea el ámbito donde se transite. Seguramente entre las pocas mujeres que rodean con éxito el inefable epíteto se encuentran las maestras, tal vez las únicas a las que les es permitido el goce con fruición de su tarea, ya que los signos de contentamiento por la vida laboral, aún la más jerarquizada profesional, suele ser un estigma más que un premio.5 Ser meretriz es el modo indexado que corresponde a cualquier asomo de riesgo de pérdida de las virtudes cardinales de "ser mujer" en nuestras sociedades hasta bien mediado el siglo que acabamos de dejar.

De modo que parece redundantemente evidente que estamos frente a fotografías tomadas en una arena pública especializada, ajustada a la otra máscara de la moral, pero que bien observada también luce como cuasi doméstica, propia para el regodeo del ojo sin máscaras, allí donde ceden los maquillajes y las pulsiones son incontinentes, como ocurre en el seno del hogar. El ambiente de este prostíbulo, escenario privilegiado de esta serie documental, no parece disentir de esos conocidos piringundines de bajos fondos, a menudo verdaderas fronteras ecológicas ya que se asientan en extramuros toda vez que transgreden las disposiciones abolicionistas de 1936. Si durante la época de la reglamentación se exigía su emplazamiento sólo en determinadas zonas,6 alejadas de escuelas y templos, al quedar prohibidos deben encontrarse sitios aún más aislados a cobijo de ojos indiscretos y de posibles denuncias. Seguramente la vista gorda de las autoridades policiales, casi siempre comprometidas con el negocio, exige esos distanciamientos. Desde luego están las excepciones, las casas de cita7 para las clases privilegiadas que se escamotean bajo disfraces los más caprichosos pero que seguramente sólo consiguen entera impunidad en el corazón de las grandes ciudades.

La escena de la masturbación coagula la escenificación del comercio sexual visto por este lente. De técnicas lascivas múltiples y sofisticadas, he aquí la reducción a una sola tecnología. La mecánica del acto al que se asistió entonces (y al que reasistimos por la reproducción) no debe sorprender por su carencia: está vaciado de erotismo, faltan los juegos de i-realización que constituyen los senderos del goce. La postura de la oficiante denuncia que la acción de manipular el pene, realizada de pie por la joven, apenas apoyada sobre el cuello del cliente, y que consiente el voyarismo de un reducido público – pero con todos las propiedades de los espectadores directos –, y al más amenazante ojo censor de la cámara que la apunta, reduce casi por entero los atributos eróticos del sexo en el lupanar de esta serie. Nos es esquiva la desnudez de los cuerpos, la imprescindible entrega fusional y esa característica transformación de los seres que los lleva al éxtasis, a la "continuidad animal" y esencialmente a lo prohibido que según Bataille8 es indispensable en el canon erótico. Siguiendo a este autor podríamos sugerir que la mecánica sexual a la que asistimos es la culminación de la "rancachela" colectiva cuyo goce carnal es escueto, comparado con el acto de portar la cámara fotográfica. Se trata de un acto que se ejercita según el mismo Bataille, como "erotismo inhibido" o – agregamos – como remedo erótico. No en vano Bataille se refiere a estas circunstancias cuando introduce la "prostitución de baja estofa" y se refiere a quien la ejerce:
Podría ser menos indiferente a las prohibiciones que el animal, pero impotente como es para conseguir la perfecta indiferencia, sabe de las prohibiciones que otros observan; y no solamente está destituida, sino que le es conferida la posibilidad de conocer su degradación. Se sabe humana. Incluso sin tener vergüenza, puede ser conciente de que vive como los puercos.9

Podríamos hipotetizar que esa destitución consciente, que se paga con el desparpajo, con la asumida falta de vergüenza, es la que permite a nuestra muchacha autorizar a ese grupo de varones ser la protagonista de la saga fotográfica, as de triunfo que – ella lo sabe muy bien – incrementará el alardeo en círculos de machos. Por qué justamente ella resulta la protagonista es insondable, aunque nos azuzan los interrogantes. ¿Habrá aceptado ser objeto del registro porque sus compañeras se negaron y alguna tenía que satisfacer el pedido de los varones? ¿Resultó ser "espontáneamente" la más atrevida frente a las reticencias de las otras o fue abordada por el fotógrafo – los fotógrafos? – porque estaba preindiciada como la más osada? ¿Habrá sido escogida en un acto absolutamente incidental?

El género femenino aparece en esta saga con todas las muestras de su inflexión desventajosa corriente. La muchacha ni siquiera ocupa el papel de objeto-de-deseo ya que aparece más distante que el cuerpo-objeto-íntegro capaz de producir placer. Esta mujer se desgaja de su cuerpo y consigue dar, con las señales del apartamiento, una ficción de objeto. Además, su cómplice es la propia cámara fotográfica, tal vez – como ya se ha insinuado – el verdadero objeto de placer de esta historia. La cámara facilita ese estado ausente, ya que se roba el foco de atención. Es la cámara y no el sexo "con" las mujeres lo que captura el sentido central de esta narrativa. La saga revela actos maquínicos poniendo a la propia máquina como plausible objeto pulsional.

Podría decirse que no es nuestra muchacha la que hace el servicio de esta masturbación que más bien "se" hace; el acto parece ya una representación, metarrepresentada por la imagen que ha podido conservarse. La pornografía (y este documento está lejos de serlo) no conserva también el desvelamiento irreductible de una erotismo que se niega como posibilidad? Examinando las fotografías pornográficas de la colección reunida por Koetzle y Scheid10 – un conjunto desinhibido que protagonizan sólo los cuerpos femeninos y en el que abundan explícitos enlaces lesbianos – no puede dejar de tenerse la sensación de que el erotismo apenas se sugiere sobre lo obsceno, algo que en verdad desean re-presentar las ingeniosas y estudiadas poses de las modelos protagonistas de la serie, en algún estudio de París en torno de los años 1920.

Regresemos a la teconología de la masturbación como fórmula de comercio sexual más corriente de lo que se nos antoja. El trabajo precursor de Parent Duchatelet11 la identifica entre los repertorios prostibulares, pero para el ojo de este notable analista esta forma de actuación constituía un auténtico "vicio". Es probable que la condena de las famosas "terrosas", que sólo comprometían partes de su cuerpo para facilitar el placer de sus clientes, se deba a la subyacente aunque no conciente convicción de que hay aún más partición/extrañamiento del cuerpo femenino, más perversión en el servicio, una vez que no se adecua por entero a la condición de objeto entregado por entero. Es bastante posible que el servicio de la masturbación no fuera sólo el inicial de una larga sesión de intercambios sexuales.12 Pudo significar, por su virtualidad en materia de aproximación corporal y por su rapidez, una inversión contingente y de fácil solapamiento. Hombres a quienes su condición de clase les impedía pagar servicios completos, o a los que por el contrario cierta condición expectable los llevaba a sorteos y elusiones (notables, dignatarios, párrocos) inquietos por la duración del trato, o marcados por la prevención a las enfermedades o por el miedo a entregas mayores, aspiraban sólo a sesiones masturbatorias. Es muy probable que eventuales aventuras colectivas – "francachelas" – prolongadoras de las experiencias de adolescentes, hicieran a los varones demandantes de intervenciones apresuradas. A menudo debe haberse impuesto la jarana nerviosa de la incursión grupal sólo para obtener servicios masturbatorios. ¿No se trataba acaso de una gran transgresión, habida cuenta la larga y tenebrosa insistencia de padres, maestros, autoridades higiénicas y religiosas sobre los peligros del vicio solitario? Pero al mismo tiempo, ¿no menguaba acaso su iniquidad si se dividía con otras(os)? La verdad es que el onanismo compartido sólo paradojalmente puede ilustrarse como "vicio solitario". Nos falta mucho que revelar en materia de prácticas onanistas que nada tienen de solitarias, de las experiencias de intercambios sexuales que se realizan sin necesaria penetración.



Pero volvamos a nuestro documento. Después de la escena de la masturbación, exponencial en la serie, aparece un par de tomas singulares pero no sorprendentes: la mujer cose un botón que ha advertido está a punto de caer del saco de su cliente. El patetismo con que se diseña el congelamiento del oficio femenino es encomiable, tan verídico que parece una representación saturada, un "cliché". La mujer se comporta como una madre, o como una hermana en esa aptitud exponencial de velar por el varón bajo cualquier circunstancia. Si aisláramos de la saga a estas fotografías en la que la muchacha trabaja con el hilo y la aguja para asegurar el botón del joven – cuya edad pueda situarse entre los 25 años, tal vez –, las escenas parecen propias de cualquier ambiente doméstico en el que se imponen las reglas decentes de un auténtico hogar. Hay una culminación de tomas cuando la pareja se enlaza en un tierno abrazo, en un abrazo fraternal que traduce, de parte del varón, reconocimiento por la tarea reparadora, y de parte de la mujer, la convicción de que cumplió con una obligación. El trabajo enmendador que acaba de hacer la mujer y la nota de agradecimiento que emerge del abrazo enteramente asexuado que le prodiga el varón, nos conecta con los sistema de relaciones que también debieron normalizarse en el interior de los propios prostíbulos. Nos referimos a ciertas canteras de amistad, de confidencialidad, a los brevísimos raptos de simetría entre los géneros a propósito de comprensiones menos subalternas que se establecieron en esos circuitos, tanto como a repertorios sentimentales que a veces culminaron con emparejamientos perdurables, rescates matrimoniales o cuando menos, con cuadros persistentes de asistencia monetaria o de otra naturaleza. Son incontables los casos que culminaron con relaciones afectivas, o cuando menos con intercambios desinteresados de amistad y protección.

La serie que estamos analizando focaliza a un grupo de hombres que visita un lupanar de extramuros munido de una cámara fotográfica con el expreso propósito de captar, como una hazaña, escenas iconoclastas, marcadas por la prohibición. Es por entero probable que ese rito haya respondido a la necesidad afirmativa – y por lo tanto forzosamente colectiva – de machos que, en este caso, remarcan no sólo su condición genérica, sino su clase social. Parecen en su mayoría miembros de la clase media empinada, de esa clase que mostraba las marcas del hedonismo con consumos más sofisticados, ávidos de nuevas tecnologías y adminículos. La tenencia de una cámara fotográfica Leica subraya esa pertenencia y más adelante volveremos sobre el significado de esta marca de clase.

En este grupo se destaca el joven de marras ya que es el actor dominante de la serie y a quien seguramente por alguna razón especial se desea agasajar, ofrecerle ritos celebratorios. Podemos conjeturar que se trata también, desde el punto de vista de la escala social, de uno de los mejor posicionados del grupo, o es mera apariencia? Hay un contraste entre su extrema urbanidad (el traje sastre oscuro riguroso, la corbata de finas y esparzas rayas, la camisa blanca, el calzado "social" reluciente) con la fisonomía y el aspecto de otro hombre, que aparece en otra toma, vestido a la moda campestre con pañuelo al cuello, boina, botas altas, y aunque en general luce con atildamiento, probablemente se trate de un encargado de campo; podemos conjeturar que es el verdadero introductor en el prostíbulo del grupo urbano, muy probablemente visitante acostumbrado que goza de amplia confianza en la "casa". Se trata del hombre-propulsor, mientras el joven celebrado podría marcarse como el hombre-señuelo. Casi no quedan dudas de que por lo menos algunos miembros de esta aventura están estrechamente vinculados con propietarios de bienes raíces, tal vez dueños de alguna estancia próxima al lupanar de marras, o con con otros eslabones del poder. ¿Podemos admitir que este atributo es la única marca de "prestigio" que revela este oscuro lupanar y lo que permite restablecer un sentimiento de "dignidad" a las pupilas? ¿No es ese sentimiento de "selección prestigiada" lo que allana también el camino para autorizar el uso de la cámara fotográfica? Si la "conciencia de clase" puede ser una traza en las subjetividades de tantas meretrices del período, no hay cómo engañarse al respecto: salvo contadas excepciones, la dignificación del servicio proviene de la calidad social de los servidos.



En esta serie el varón-promotor, al parecer tampoco se priva de un servicio masturbatorio: hay una fotografía que lo muestra al lado de una joven y atrayente mujer – la cuarta de este registro – en actitud delatoria que puede ser imaginada pero cuya evidencia no es posible corroborar. Esta pareja – y debido a los vínculos preexistentes que ligan al hombre con el lugar – ocupa las márgenes del registro documental y también las márgenes donde se juegan los episodios narrados centralmente por la cámara: un gran patio de baldosas, un patio típico que centraliza todos los contactos de las habitaciones (al parecer unas cuantas) y en el que se dispone por lo menos de una mesa de café, servida con copas y bebidas. Ese gran patio central alberga también una característica bomba de agua de pozo con un piletón y es decorado por una pajarera con un único habitante, tal vez un canario de alta estimación para las ocupantes femeninas de la casa. Era extendido el gusto por mantener en cautiverio canarios y otras aves de buen canto en esos años. Este detalle de la pajarera luce con la estridencia del adorno principal frente a la ausencia de frisos, cuadros y objetos kitch que podrían encontrarse en lugares aún poco sofisticados. En una vieja fotografia del interior de un prostíbulo de Gualeguaychú también una pajarera decora el ambiente.13 Pero la pajarera de este ámbito ha sido colocada ex profeso sobre una silla, tal vez a pedido del fotógrafo de marras, con qué intención? Es probable que para jugar con la escenografía, para medir técnicas y resultados y también para enmarcar una escena que transcurre en un rincón y que revela los abrazos y toqueteos de una pareja: la de la dama del largo salto de cama con uno de los visitantes, el que porta anteojos y al que ya vimos al inicio conversando animadamente y haciendo gestos.



Es evidente que luego de los servicios sexuales el fotógrafo principal del grupo ha sido demandado para captar otras circunstancias. La muchacha que ha servido a nuestro joven protagonista seguramente ha insistido en que se le tomen otras fotografías, más "personales". Pretende estar a la altura de ese momento singular, todavía muy ritualizado, que no está precisamente signado por el orden de la profesionalidad en materia sexual, sino por el deseo de ser sujeto de un re-trato. ¿Un nuevo trato de sí que se despliega como un nuevo trato con los hombres? Entonces aparece vestida "de fiesta", ha ido a ponerse para una posteridad difusa – pero que adivina le sobrevivirá – tal vez el mejor vestido que luce su ropero. Se trata de un vestido largo, apretado al cuerpo, con una caída en los hombros, agarrados por unos breteles. El resultado es una pose de aire victorioso; el cabello recién peinado se destaca en la cabeza echada un poco hacia atrás, y hay un gesto en el rostro, contenedor de una sonrisa, que luce como una carta de triunfo. ¿Triunfo por la suspensión del deseo del-otro, porque ha doblado la intención objetivista del otro, que finalmente la "narra" en una humanidad diferente, "normalizada" y dulcificada, como si le permitiera ser otra mujer?

Pero esta permisión termina, y en otras fotografías reaparece con el traje inicial, dispuesta a los hábitos regulares que como es de esperar comprenden otras tareas además de las profesionales. En efecto, varias fotografías la toman en escenas de limpieza del patio, comenzando por la de un tacho rectangular destinado a poner la basura que recogerá cuando termine de barrer el amplio patio.

Sobrevienen luego escenas casi familiares: hombres y mujeres se ven en actitud laxa y en clima de conversaciones cuyos objetos, podemos adivinar, se desafueran de las marcas del lugar. La cámara repara una vez más en la muchacha que ha ocupado con el joven el centro del teatro, y se la ve entonces seria, inclinada para sostener a un perro pequeño (que no había antes aparecido) sobre una silla. Desde un ángulo donde se observan trastos de limpieza, una mujer la mira con complicidad dulcificada, tal vez porque el animalito sea uno de los pocos seres de estimación de nuestra protagonista.

La casi veste de la primera aparición vuelve al escenario, ahora sentada pero sin abandonar la tarea del crochet; no parece haber sido partícipe de la rueda de servicios sexuales. Su lugar en el sillón esquivo refuerza el clima de prescindencia y de incontaminación que la serie le ha acordado. Habría que interrogarse sobre la necesidad narrativa de reestablecer al final, con la imagen de esta mujer con ropaje claro, el principio de apariencia incontaminada que ha abierto la serie. Es necesario apuntar al varón que se adiestra con la cámara mientras alarga su destreza social bajo el inconmovible acatamiento de la doble moral que admite la necesidad de las putas para preservar la honra de las verdaderas mujeres.

Las fotos finales son patéticas por lo ajustadas a la representación, a la teatralidad. Actores y actrices van acomodando la despedida; una mujer ayuda a uno de los visitantes a ponerse el saco, escena que registra un acto que sin duda ha debido repetirse para que la cámara actúe "espontáneamente". Las manos extendidas de ambos sexos intercambian los adioses de modo tan descontextualizado que bien podría tratarse de una separación trivial en un patio familiar, en el de una escuela o una parroquia. Los sexos son o-puestos en su lugar gracias a una separación ascéptica que devuelve los seres a sus esferas correspondientes y los géneros a sus marcas asintóticas.



La serie va extinguiéndose con una fotografía que pone en foco a una parte de los varones mientras sale de la modesta casa de extramuros. Finalmente nos es dado conocer aspectos del edificio: el frente es un frente típico de nuestras construcciones semirrurales con paredes altas de ladrillos expuestos, donde sólo una ventana con persiana deja atravesar la luz ya que las otras tres o cuatro han sido tapiadas. La fachada es casi inocente en su austeridad, compatible – como indican los trazos apagados de antiguas letras – con almacenes, tiendas y moradas familiares. En el medio del grupo que deja la casa camina el joven trajeado y de corbata, el tributante mayor de la excursión. En principio una parte de nuestros varones aborda un auto decapotado y es visible que van precedidos por otros dos que marchan en una "charrette", también típica del campo sureño. La última toma está llena de significados: desde el interior del auto se observa el paisaje rural y en él se destaca el perfil de una avioneta que seguramente aguarda a la mayor parte de este colectivo. Aires rotundos de modernidad y de confirmación de clase o al menos de vecindad con estructuras de poder, ¿quiénes pueden ser conducidos en avioneta a inicios de la década 1940 sino dueños de empinados recursos o funcionarios?14 Señales de un país que acelera la híbridez entre lo arcaico y lo nuevo, lo tradicional y lo moderno, palco de tensiones sociales que anticipan la eclosión peronista, pero que persevera en mantener las matrices genéricas patriarcales. La cámara fálica nos introduce singularmente en los juegos preferenciales de la experiencia histórica masculina: constituir a las mujeres como objetos de deseo e inhibirlas de la libertad de deseo propio. La moral patriarcal no puede entonces sino ser doble. Sin embargo, los ángulos de esta cámara revelan, bajo la parsimonia de los estándares, indicios de las ambigüedades de sentido de los varones tanto como las fugas de su calidad de objeto de que son capaces las más objetivadas de las mujeres.


Fuente:

http://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0104-83332005000200013

domingo, 3 de septiembre de 2017

Kitty dejó el trabajo sexual para salvarse

Testimonio de Prostitución



Releo y sigue impresionándome como el supuesto consentimiento de un niño disimula la autoculpabilización con la que carga quien fuera víctima, la  que a su vez disculpa al agresor sexual: Kitty, cuando era un niño de seis años sufrió abuso sexual. “Yo lo hacía voluntariamente
Tenemos relaciones incluso desde los 10 años”.

Un niño/a no tiene “relaciones”, es abusado, abusada.

Lo perverso es que estos son los argumentos que los puteros, los abusadores de niñas y niños, y la sociedad misma, utilizan para dañar impunemente la integridad de la niñez.
Las palabras  sobran
Alberto B Ilieff




Kitty dejó el trabajo sexual para salvarse

Tiene 50 años y vela por su futuro. El promedio de vida de las mujeres trans es de 35 años.     
27/08/2017



 Kitty Flores revisa los resultados del estudio de Manodiversa, en torno a la situación de los adultos mayores del colectivo TLGB .


A los 50 años, Kitty Flores, que es trans. Trabaja como decoradora y realiza manualidades relacionadas a la cotillonería. Pero, cuando era joven fue trabajadora sexual.

Dejó esa actividad para “seguir viviendo”. Hace más de una década reflexionó sobre la calidad de vida que quería tener.

“Hay que buscar un objetivo. No todo es belleza, prostitución y droga. Hay que tener una meta”.

Kitty, como se hace llamar desde que decidió dejar su indumentaria varonil para vestir como mujer, es una de las líderes de la Unión de Travestis de Santa Cruz y está consciente de que en el colectivo de Trans Lesbianas Gais y Bisexuales (TLGB), las travestis son el rostro más visible y también vulnerable.

Las estadísticas dicen que el promedio de vida de las personas trans no supera los 35 años, según la directora Ejecutiva Mesa de trabajo Nacional (MTN), Rayza Torriani.

En la actualidad, en Cochabamba hay tres personas, de entre 29 años y 32, de esta población internadas en el hospital.

Kitty, que ya piensa en cuando sea adulta mayor y busca seguridad para su vejez, recuerda que su población vive una lucha constante.

“La lucha es constante contra el maltrato policial hacia la mayoría de las trabajadoras sexuales, así como el maltrato médico, porque antes nos llevaban a hacer revisiones obligadas (...) Desde ese tiempo luchamos juntas”.

La unión de las trans se da, en la actualidad, también para las despedidas, cuando alguna de ellas fallece.

“Juntamos dinero para darle un entierro digno. La mayoría muere asesinada o por enfermedades, aparte del VIH”.

Kitty, cuando era un niño de seis años sufrió abuso sexual. “Yo lo hacía voluntariamente. Pero, me di cuenta que era marica (gay) a los 11 y me hice travesti a los 19 años”.

Luego de trabajar por un tiempo en una repostería se sintió presionada y dejó el puesto.

Cuando necesitó dinero, encontró una salida en el trabajo sexual.

“Me dediqué un tiempo”.

Pero, se dio cuenta de que no era una garantía para su futuro.

“Fui bella y hermosa. Pero, ya pasó. Tengo 50 años, sigo siendo simpática, pero ya no soy la misma de cuando tenía 20. Hay que pensar en el futuro”.

Rayza manifiesta que el 90 por ciento de las mujeres trans no llega a los 70 años.

“Esto se debe al poco acceso a la salud, al trabajo, a la buena alimentación. El trabajo sexual, el alcohol, el entorno, nos llevan a una situación de vulnerabilidad, hacia enfermedades que no son tratables”.

Kitty coincide con esas afirmaciones. “Nosotras tenemos la vida avanzada. Tenemos relaciones incluso desde los 10 años”.

INFECTOLOGÍA

Este tipo de situaciones marcaron la vida de Indira (nombre cambiado). A ella, travesti de 32 años, le diagnosticaron VIH y hace poco fue internada en el área de Infectología del hospital Viedma en la ciudad de Cochabamba.

Indira, además, perdió la vista y recuperarla demanda una cantidad de dinero que no tiene.

Sentada en la silla de la habitación, vistiendo una bata, medias y sandalias, agachada y con la aguja del suero en un brazo, le da la espalda al sol que entra por una ventana.

Solo quiere recuperarse y no volver a la vida que tuvo como trabajadora sexual.

“Ya no tengo ni amigas. La amistad es por interés y momentánea. Cuando ganaba dinero tenía un montón de amigas para chupar (beber), para la joda de la vida. Ahora ya no hay nada de eso”.

Sostiene que quisiera tener otra ocupación. Se siente rechazada.

“Ya no veo ni a mi familia. Vino mi hermano, me miró y ni siquiera me dijo ‘toma 10 pesos para tu pañal’. No tengo a nadie”.


La edad

“Tengo 50 años, sigo siendo simpática, pero ya no soy la misma que cuando tenía 20”

Kitty Flores

Fuente:
http://www.opinion.com.bo/opinion/informe_especial/2017/0827/suplementos.php?id=12327



Nota: la fotografía aparece en la publicación original