domingo, 12 de febrero de 2017

La historia de Chelsea y Yorgina



Testimonios de prostitución
Esta nota nos habla de la prostitución travesti que se ve marcada por el mismo daño que cualquiera otra.
La introducción en el cuerpo de elementos extraños por medio de inyecciones puede producir graves trastornos.
El promedio de vida de una persona travesti en prostitución es de 35 años.
Alberto B Ilieff

La historia de Chelsea y Yorgina, dos transexuales que se prostituyen en 5 de Julio
 Con temor se acercó a la ventanilla del carro, tal vez llamarla “bella” sirvió para romper el hielo y  se atreviera a contar su historia. El pronombre “él” nunca lo utilizó para referirse a sí misma y su nombre prefirió reservárselo.
Se hace llamar Chelsea y la avenida Doctor Portillo se ha convertido en su nicho de trabajo, luego de que hace un año fuese despedida de la Clínica Los Olivos a causa de una reducción de personal; allí cumplía funciones como auxiliar de laboratorio y respondía a todos los estereotipos de la masculinidad.
La prostitución mezclada con el transformismo se ha convertido en el sustento de vida para este joven de 20 años, que descubrió su identidad de género en la adolescencia, tras una experiencia con un compañerito de su clase de danza, cuando apenas tenía 15 de edad.
El abandono familiar no fue el motivo que lo llevó a pararse en una esquina para vender su cuerpo vestida como una mujer. “Aunque no vivo con mi familia, mi mamá y mi abuela me aceptan y me han apoyado, por eso logré profesionalizarme como asistente de enfermería, auxiliar de laboratorio e hice tres semestres de la carrera en la universidad”, aseguró.

Alvaro Barrios

La elocuencia para hablar demostró su grado de instrucción, a pesar de que no es un atributo que necesite para ofrecer su servicio, que se cotiza en 5 mil bolívares por un oral y 10 mil si hay que ir al hotel.
Cada vez que llega un carro a su puesto, se pavonea, camina y mira fijamente al conductor, sin demostrar el temor que se repite con cada cliente, pues el peligro siempre está al acecho.
“Claro que hacer esto representa un peligro, pero lo hago por la necesidad, no porque quiera operarme algo, ni quiera esto para el resto de mi vida. Estoy mentalizada que esto es pasajero”, dijo retraída.
En la zona también trabajan tres “trans” más, solo una se ha operado los senos y las nalgas, todo gracias a la cuota de 90 mil bolívares que pueden ganar en un fin de semana.

Enfermedades y agresiones
Son dos las razones para correr peligro en el ejercicio de la prostitución. “Yo me hago mis exámenes cada 6 meses y estoy constantemente en control a pesar de que uso preservativo. La cosa más inusual que me han pedido hacer es tener sexo sin protección y eso si no lo hago”.
El maltrato y las agresiones físicas la obligan a llevar en su bolso algún artilugio que permita defenderse por si algo se sale de control.
“La historia de la hojilla es cierta, pero yo no uso esos métodos. Hay quienes llevan en el bolso ácido de batería con vidrio molido o azufre, pero esos son casos extremos que gracias a Dios a mí no me han tocado vivir”, explicó.
Sin ser una experimentada en el tema dijo: “para esto se necesita tener instinto, observar mucho, tener picardía pero saber medirse porque estamos expuestas. No sólo a que nos maten por ahí sino a ser detenidas por la policía, porque existe un decreto que prohíbe que nosotras estemos aquí”.

Jornada laboral
Desde las 3:00 de la tarde inicia la faena de prepararse para el trabajo. Todo inicia con el maquillaje y la peluca, luego colocarse la ropa interior de mujer y acomodar en ella las almohadillas para el busto y el trasero. De último, escoger un short que muestre las piernas torneadas y alguna blusa que acentué la cintura, para ponerse sus plataformas y llamar a un taxi que le lleve desde los fondos del Hotel Aladín hasta su esquina de trabajo.
“Vestida así no podemos andar por ahí, hay que agarrar taxi. Yo trabajo de 7:30 a 10:30 de la noche para ir agarrando campo y poder regresar a casa temprano, pero en general se trabaja de 10:00 de la noche hasta las 3:00 de la madrugada”, confesó.
En tal sentido, detalló el perfil de sus clientes: “Quienes más buscan servicio son los hombres mayores de 30 años, muchos casados y que no pretenden platicar ni hacer amistad. Sólo he tenido un cliente que sí se enamoró, pero para trabajar en esto no se puede tener novio. Se vuelve muy complicado”.
Las rivalidades también forman parte de la cotidianidad, por lo que señaló que su amiga Yorgina, con quién vive actualmente, le ha servido de apoyo en esto porque tiene más experiencia.
“Yo te voy a ser sincera, yo entré en esto porque mi entorno me empujó. Bastante que critiqué la prostitución, pero aquí estoy. Gracias a Dios no me he ganado enemigas, pero he escuchado historias de que hay quienes te piden vacuna por el punto y hay que pagarles”, afirmó.

Dos prostitutas y un travesti, Gloria Ortiz
La experimentada
Más de 10 años en las calles le ha permitido a Yorgina elevar ese instinto de supervivencia dentro de la prostitución superando lo que llamó “etapa de principiante”.
“El primer día que me prostituí terminé presa y me han pasado montones de cosas. Yo antes no me paraba aquí, sino en el centro, pero allá llevé mucho palo”, cuando explicaba las golpizas que sufrió en un bar del casco central.
Según cuenta, una amiga que ya mataron fue la que la indujo a la prostitución: “A mí me trajo fue una amiguita que por cierto ya la mataron. Ella cayó primero que yo”, dijo.
“Qué te puedo contar, un día me bajaron de un carro a punta de pistola sin pagarme. También me atracaron cuando daba un servicio y hasta un perro de la policía me mordió”, son las anécdotas que ha acumulado durante el tiempo.
Ella, en medio de la ironía, delató las malas mañas que pueden tener algunas de sus compañeras diciendo: “Las de otras partes son ladrona, por eso le dan palo a todas las que encuentren. La policía conmigo no se mete”.

Su anatomía
 Sin embargo, los trapos y las almohadillas en Yorgina son cosa del pasado, su anatomía muestra a simple vista el sometimiento a operaciones, a pesar que lo negó.
Su conocimiento sobre el proceso a la inyección de biopolímeros da cuenta de ello, aunque reconoció tenerle miedo.
“Yo no estoy operada. Sí quería, pero cuando vi que se estaban muriendo me dio miedo y desistí de la idea”, manifestó mientras se pavoneaba.
“Esas operaciones no te las hace ningún médico. Eso te lo inyecta otra loca más. Las Inyecciones se  compran en Cúcuta y cuando te inyectan hay que guardar reposo y cuidarse, pero se ponen de alborotadas a dar tumbos y rumbear y después se les mueve”, delató.
Explicó que luego de someterse a la inyección de biopolimeros se debe usar un vendaje y guardar reposo para que el producto se asiente y no sea rechazado por el cuerpo.
“Existe mucha diferencia entre las que hacen show y nosotras, porque yo me quito la ropa y quedo intacta, las otras se bajan de la tarima, se quitan el tirro y se les sale el tripero”, aclaró con jocosidad.
Su cuerpo, más torneado y femenino, no significa que su tarifa sea más alta que la de su amiga Chelsea, que se para unas cuadras más allá. De hecho, sus tacones talla 40 no desentonan con el aspecto, que su estraple y mini short dejan ver.

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Los gustos y preferencias
“La hora cuesta 10 mil bolívares. Aquí no aplica la que este más buena cobra más caro, aunque hay algunas que son atrevidas y piden millonadas”, sentenció.
El aspecto del cliente le da luces para saber cuando cobrar, cómo y que tan lejos puede llegar con quien busca sus servicios. Sus años en la prostitución le han permitido ver  y experimentar de todo.
“En esto te piden de todo, pasivo, activo, más activo en realidad. Se ven muchas locuras. Yo he hecho tríos que incluyen mujeres y hasta defecar me han pedido”, aseveró sin decoro, con actitud de madame, aunque “ya eso no se ve. Yo nunca he pagado por pararme aquí”.
Jóvenes, adultos y anciano formar parte de su variada y selecta clientela, pues aseguró no irse a la cama con cualquiera: “Yo tampoco es que me voy con cualquiera. Un día vino un guajirito hediondo y yo no fui. Soy selectiva”, entonó.
En su piel y cabello se notan los cuidados a los que se somete la profesional de la peluquería, que inicia su furcia luego de las 7 de la noche en 5 de Julio.
Yorgina dejó su casa al cumplir la mayoría de edad. Se fue a vivir con unas amigas en El Marite, pero un 23 de diciembre fue agredida por causa ajena al problema de una de su compañera con una vecina, por lo que su mamá le pidió retornará a casa, aceptándole su condición de trans. Pasó un mes para que se volviera a ir de su hogar.
  Andrés Boscán

Fuente:
http://noticiaaldia.com/2017/02/la-historia-de-chelsea-y-georgina-dos-transexuales-que-se-prostituyen-en-5-de-julio/ Red Abolicionista de la Prostitución y la Trata de Personas.



miércoles, 1 de febrero de 2017

Inocencia Mutilada




Testimonio de prostitución



Esta entrevista se publicó en el número 41, Febrero/Marzo de 2001, de la revista "La Luciérnaga" de Córdoba Capital . Dicho número fue dedicado íntegramente al tema de la prostitución, principalmente haciendo foco en la niñez, como respuesta a una investigación sobre explotación sexual infantil que UNICEF realizó entre 1998 y 1999, y que se presentó en Córdoba Capital a fines del año 2000. La nota no tuvo ninguna repercusión. Algunos meses después, ésta mujer, así como Oscar Arias de la Luciérnaga (al parecer el autor de esta entrevista), fueron reporteados en el programa televisivo "A decir verdad" del periodista Miguel Clariá. En ese mismo programa estaba el entonces Fiscal General de la Provincia, Marcelo Brito, quien dijo que se ocuparía del asunto. En los días siguientes se allanaron dos o tres prostíbulos sin resultados positivos.


Inocencia Mutilada

Seguramente desnutrida, ella era también extremadamente diminuta y callada, casi sombría, pasando prácticamente desapercibida entre sus pares.

Sin embargo, con sus cortos años y a pesar de su condición de mujer, ya era líder. Pero no cualquier tipo de líder: ella militaba en esa categoría de quienes manejan los hilos sin necesidad de acaparar roles, sabiendo delegarlos en beneficio de un grupo que se sabe así protegido. Al más fuerte le asignaba el deber de la pelea; al más rápido, el arrebato; al más astuto, el robo “al descuido”; al más triste la tarea de dar lástima, la tarea de manguear.

Sus silencios, en algún momento del día, se transformaban en una explosión de furia y llanto desproporcionado a juzgar por sus motivaciones aparentes. La mirada de un policía o una de las innumerables “malas palabras” de un compañero, desataban una reacción feroz que no reconocía consecuencia ni riesgos.

Algo en ella se movilizaba más allá de su destinatario circunstancial, como quien enfrenta el mismo fantasma que se encarna en sucesivos rostros o en multitud de manos.

Todos los días con sus noches, ella y sus compañeros iban creciendo a cielo abierto, a la vista de todos, en el epicentro mismo del desamparo: la Plaza Colón de nuestra docta ciudad. Durante años permanecieron ahí. ¿Podrá alguien explicar la paradoja por la que de tanto mirar se deja de ver?

Quizás el que sepa responder tenga la clave para la comprensión de tanto abandono social.

Nos conocimos hace una década aproximadamente mientras aprendía a dar mis primeros pasos como operador de calle. Ella tenía diez años y yo veintiséis.

Desde entonces la vida y las circunstancias nos hicieron coincidir en diferentes escenarios. Debajo del puente, en casas usurpadas o en la esquina de limpiar vidrios, fuimos compartiendo historias que derivaron inevitablemente en un vínculo. Quizás sea por eso que me acostumbré a compartir con ella lo que pienso, como si ella ejerciera cierto “control de calidad” sobre la pertinencia de ciertas ideas que buscan abarcar la marginalidad de tantas vidas como la suya. Una manera de legitimar mis lecturas sobre dolores ajenos, a los que no me acostumbro.

Cuando decidimos hacer una revista sobre prostitución infantil le dije, sin saber que iniciaba un diálogo del que no salí siendo el mismo:

- Es un tema muy duro para hablar, casi no sé cómo preguntarte.

Ella fue al grano, sin sutilezas:

- La gente que me rodeaba cuando era chica, todos estábamos en ese mundo.

- Te estás refiriendo al tema de la prostitución…

- No sólo existe la prostitución de las nenas chiquitas, sino también de los varoncitos…Sí, existe de las nenas y los nenes. A la mayoría de los hombres les gustan las criaturas. ¿Cómo te puedo decir? Las menores, no sé como se les dice…



- ¿Es diferente la prostitución en los chicos que viven en la calle?

- Sí. La prostitución es muy común en los chicos que andan solos en la calle. Porque se prostituyen por necesidad, para que alguien cuide que nadie les pegue o para comprar fana, para drogarse.


Transcurrió densamente un largo silencio. Un silencio pesado y delator.

Por un lado, silencio incómodo que invitaba a tomar la palabra. A la vez, sentía pudor de invadir ese silencio que delataba algo fuerte ocurriendo en su interior. No sé cuánto tiempo pasó hasta que continuó diciendo:

- Bueno, te voy a contar una historia… Yo me fugué de mi casa cuando mi papá se separó de mi mamá, la primera vez, cuando ella se fue… mi papá le pegaba… Nos fuimos con mis hermanos a la calle, a la Plaza Colón. Y ahí vino una pareja normal, nos preguntaron si teníamos dónde dormir… Y nos llevaron a su casa, ahí tenían varios chicos, nosotros no éramos los únicos. Ellos tenían un celular adonde la gente esa los llamaban. Nosotros creíamos que eran gente que nos buscaban para dormir en sus casas, pero no era así. Los llamaban y nos sacaban a todos, en fila y nos elegían. Íbamos a muchos lugares. Me acuerdo que yo conocí Alta Gracia, Carlos Paz, Río Cuarto… nos llevaban ellos.

- ¿Qué edad tenías?

- Siete años.

- En Alta Gracia había como un tipo boliche… ahí nos hacían cosas. No sólo a nosotras las nenas, a los varones también. Bueno, no sé si te habrás dado cuenta de que no parezco una mujer, no me gusta la ropa de mujer, no me gusta vestirme como mujer… eso cambió en mí. A mí no me gusta ser mujer, pero tampoco me gustaría ser hombre. Yo supe tener problemas con mi marido, no nos llevábamos bien con ese tema. No sé si me entendés…

- Sí, claro.

 Otro silencio se instaló entre nosotros. Pero esta vez ella tembló desencajada, con un llanto mudo de dientes apretados. Me hubiera gustado abrazarla, pero una vez más preferí no invadir lo que intentaba decir. Su llanto era también una forma de decir. Casi balbuceando siguió:

- Ellos nos hacían cosas malas. Y le pagaban a la señora. Y mi hermano salía a robar también para ellos. Como a los diez años de edad me alejé y mi hermano también. Creo que en estos momentos están presos.

- ¿Eran un matrimonio de barrio X?

- ¿Los conocés?

- Sí, yo sabía que hacían trabajar a los chicos, pero no sabía que los hacían prostituir. ¿Era esa gente?

- Sí. Ellos están presos, creo…

- No, no está ninguno preso. Estuvieron por droga, pero ya salieron. Pero no tengas miedo, esta entrevista es más que anónima…

- Yo no sabía que habían salido.

- Sí, hace mucho.

- Nos hacían mucho más que trabajar. Aparte, teníamos a veces relaciones entre nosotros.

- Porque dormían en la misma cama…

- Y cuando se drogaban, cuando tomaban.

- ¿Ellos se drogaban y los instaban a que ustedes tengan relaciones?



El silencio esta vez es una simple metáfora del sí.

 - ¿Cuánto duró eso?

- Hasta que tuve diez años. Cuando yo lo conocí a mi marido, yo seguía en eso.

- A ver si te entiendo: a los diez años vos te fuiste de ellos y volviste a la calle.

- En Plaza Colón, ahí hay gente que va a levantar chicos…

- O sea que tenías diez años, once años y ya no trabajabas para esta gente, pero estabas acostumbrada a ganarte la guita así.

- Hasta los doce que yo conocí a mi marido.

- ¿Y él que edad tenía?

- Diecinueve. Él me sacó de todo eso.

- Esos dos años, ¿viviste sola o con tus hermanos?

- No, mis hermanos viajaban con esa gente… Dos de ellos, los otros estaban en colegios internados (institutos de menores). Uno de mis hermanos tenía seis años cuando lo engancharon esos tipos…

- Cuándo lo empezaron a hacer trabajar.

- Sí. Y no era siempre gente pobre, éstos más bien parecían gente de mucha guita.

- Los clientes, los que pagaban.

- Sí. Hasta el día de hoy, no lo pudimos hablar con mi hermano. Ésta es la primera vez que lo hablo.

- Es increíble que seas tan fuerte. Ni vos lo debés saber…

- No lo soy.

- ¿Cómo que no? Si uno te ve, siempre para adelante, tratando de llevar la familia, preocupándote por otros. Si eso no es ser fuerte… Ser la gran madre que sos.

- Ojalá fuera fuerte.


- Quisiera saber si es verdad que los nenes que andan en la calle, justamente para que no los abusen, andan con olor a casa, olor a pis, sucios… como una manera de protegerse.

- Mirame a mí, no ando así orinada, soy una mujer, soy madre y mirame…

- Vos no querés que te desee nadie.

- Claro. Me gustan los hombres, por supuesto, pero…

- Vos no querés que los hombres te elijan, no querés que te vean… ¿Nunca se te cruzó nadie en el camino para pedirle ayuda?

- No, no podés zafar. Nosotros zafamos porque… no sé. Porque nos hicieron de todo, y de eso no se zafa. Si vos le das mucha ganancia a ellos, te buscan, no te dejan ir.

- Esa gente no está más, pero ¿todavía sigue habiendo otra?

- Por supuesto que sigue habiendo. Los chicos de la calle andan con los que lo levanten… esos, los pucheros, ¿viste? Te levantan y te pagan por hacerles algunas cosas. Y los chicos lo hacen. Los más buscados son los más rubiecitos. Eso sí, te visten, te dan de comer bien… pero eso no te sirve de nada. Yo, cuando limpio vidrios y estoy ahí, hay tipos que te dicen “Vení, yo te pago allá, porque cambia el semáforo”… y es para eso. Por supuesto que los rechazo, pero algunos insisten.

- ¿Creés que a esas nenas crecen limpiando vidrios, las expone más el ser nenas?

- No hay mucha diferencia. Porque el mundo está tan loco que a los hombres les da lo mismo si es mujer u hombre, si es niño o niño.

- ¿Pensás que a pesar de esto que has vivido, esto tan duro que te marcó, te quedan esperanzas en la vida, un motivo para soñar?

- La única esperanza que yo tengo es que mis hijos salgan limpios de toda esta mierda que hay en la calle. Ojalá Dios me dé vida y pueda ver que mis hijos tengan su familia, que no tengan necesidad de robar, ni hacer nada, ni andar en la calle. De mí… tengo ya mi edad… ya viví.

- ¿Te tenés fé?

- Sí.

- Yo también.


 La Luciérnaga - Nº 41 – Febrero Marzo 2001 – Pgs. 14-16