La noticia esta fechada en 2017 no obstante no creo que este
negocio haya sido modificado en este tiempo, hasta es probable que se haya
incrementado y sofisticado. Es otra muestra de lo que es la trata de personas,
conocida, sabida por quienes gobiernan y hacen estadísticas de esclavitud, por
ONU,OIM y todas las organizaciones internacionales, pero…..nada cambia, hay
humanes que siguen siendo depredadores feroces. Esto es también parte de la
sociedad que hasta ahora hemos sabido construir.
Alberto B Ilieff
Subastas de esclavos
a las puertas de Europa
Pujas, latigazos y cadenas. EL PAÍS pone rostro a la
denuncia de Naciones Unidas: cada vez más inmigrantes están siendo vendidos
como esclavos en mercados de Libia
NACHO CARRETERO
Agadez (Níger) 2 JUL 2017 -
En la ciudad de Sabha —situada al sur de Libia, 100.000
habitantes— existe un lugar conocido como el gueto de Ali. Es un nombre que
hace agachar la cabeza a Abou Bacar Yaw, un joven gambiano de 18 años que pasó
dos meses dentro.
El gueto de Ali es, probablemente y en base a las
descripciones de quienes allí estuvieron, un antiguo centro de detención. Antes
de la guerra que culminó con la caída de Muamar el Gadafi, Sabha era un oasis
migratorio de la ruta africana central hacia Europa. Muchos subsaharianos eran
retenidos en este lugar y expulsados del país. Sabha era, también, un atractivo
destino turístico para aventureros.
Cuenta Abou Bacar que hoy se trata de un edificio gastado,
lleno de ratas y polvo, con varias celdas y un patio interior. Cientos de
jóvenes subsaharianos se agolpan en espacios pequeños sin luz ni ventilación.
El lugar lo dirige un libio de la etnia tubu conocido como Ali. Alrededor, las
calles de Sabha son hoy el territorio de milicias, traficantes, mafiosos y
vecinos armados. Zona prohibida para el visitante.
Abou Bacar llegó a este sitio tras cinco días de travesía
ininterrumpida a través del desierto. Partió de Agadez, en el desértico centro
de Níger, donde meses después está de regreso. Sentado en una vieja silla, con
una cicatriz al lado de su ojo izquierdo y la llamada al rezo desde una
mezquita cercana, relata sus recuerdos. Cuenta que todo el mundo en Sabha
conoce el gueto de Ali. “Pero a nadie le importa porque Libia es el infierno.
Todo el mundo va armado. Hasta los niños llevan pistola. Y a nadie le preocupa
el bien o el mal”. El gueto de Ali parece llevar sus actividades sin demasiadas
molestias.
"No sentaban en el suelo y los libios venían a
elegirnos y a comprarnos, como quien escoge mangos en el mercado. Después
discutían el precio"
“Yo ya había pagado mi pasaje hasta Trípoli. Lo pagué en
Agadez, antes de salir”. Abou desembolsó 381 euros, los ahorros de toda su
familia. “Pero nunca llegué a Trípoli”. Cuando alcanzaron Sabha, el conductor
del vehículo que los trajo a través del Sáhara los llevó al gueto. “Allí
estaban unos libios, con uniformes militares y armas. No sé si eran soldados,
milicianos o qué eran”. A Abou y a los demás los metieron en el edificio, les
dijeron que no habían pagado el pasaje —cuando sí lo habían hecho— y los encerraron
sin más explicación.
Un vaso de agua y una barra de pan era lo que le daban cada
día de los dos meses que Abou estuvo en el gueto. Allí se amontonaban, según
estima Abou, unas 300 personas, todos hombres. A los que iban muriendo, tenían
los demás que sacarlos y quemar los cuerpos en un descampado contiguo al
centro. “Cada día llegaban hombres árabes, a veces con guardaespaldas, y
entonces nos sacaban al patio. Allí nos teníamos que sentar así —Abou se sienta
en el suelo, con la piernas abiertas—, en fila, cada uno entre las piernas del
que tenía detrás. Formábamos como un tren en el suelo”. Abou regresa a su silla
y continúa su relato: “El hombre árabe paseaba entre nosotros y elegía a
algunos. Elegía a los fuertes, a los que no pareciese que se iban a morir en
dos días. Los elegía como cuando eliges mangos en el mercado de fruta. Después
pagaba a la gente del gueto y se los llevaba. Cada día llegaban hombres árabes
a comprarnos”.
A Abou lo vendieron al cabo de dos meses. “No sé cuánto
pagaron por mí. Delante de nosotros no hablaban de dinero, se iban a negociar
los precios a un rincón”. Abou se queda en silencio. Con la mirada perdida.
Después dice: “El gueto de Ali es el lugar que imaginas cuando te hablan de un
mercado de esclavos”. Un mercado de esclavos en el siglo XXI, en una ciudad
hasta hace poco relativamente turística y en un país a 400 kilómetros de
Europa.
FOTOGALERÍA: A las puertas del infierno. Abou Bacar, nacido
en Gambia, fue vendido en un mercado de esclavos de la ciudad libia de Sabha.
ALFONS RODRÍGUEZ
El agujero libio
Antes de la guerra —estalló el conflicto al amparo de la
Primavera Árabe en el año 2011— Libia era una de las varias rutas migratorias
hacia Europa. Las mafias optaban en ocasiones por trasladar a los migrantes a
Mauritania y de ahí alcanzar en cayuco las islas Canarias; o atravesar Argelia
para llegar a Marruecos y saltar la valla de Melilla; o cruzar Libia e intentar
navegar en patera hasta la isla italiana de Lampedusa.
Hoy, Libia se perfila como casi la única ruta: el caos es
tal en el país que las mafias y los traficantes de personas campan sin
estorbos, al contrario de las vigiladas fronteras del resto de países. Cada
pueblo y ciudad en Libia pertenece a una milicia distinta. Y en ese revoltijo
tratan de colarse los migrantes para cruzar el mar. Se estima que, a día de
hoy, unos 330.000 migrantes están bloqueados en Libia, según la Organización
Internacional para las Migraciones (OIM).
El problema es que esta violenta anarquía tiene reverso:
miles de hombres y mujeres están siendo secuestrados, aprovechando la falta de
control. Los secuestros, desde hace unos meses, han ido un paso más allá: cada
vez son más los esclavos.
El pasado mes de abril la OIM, agencia dependiente de
Naciones Unidas, publicó un informe en el que denunciaba que en Libia existen,
desde hace meses, mercados de esclavos. Lugares en los que migrantes son
vendidos para utilizarlos como mano de obra, como sirvientes o esclavos
sexuales.
Giuseppe Loprete, jefe de misión de la OIM en Níger, explica
en el despacho de su oficina en Niamey que “los migrantes que vuelven de Libia
nos están contando historias terribles. Nos hablan de pujas, de subastas, de
compraventa de esclavos”. Un macabro retroceso en el tiempo al otro lado del
Mediterráneo. El gueto de Ali, donde fue vendido Abou, es uno de estos
mercados.
Fotografías extraídas
del teléfono de un migrante retenido en Libia y facilitadas por la OIM. La
agencia explica que se trata de esclavos en un mercado de Libia, a la espera de
ser vendidos.
No se trata de secuestros en los que se solicita un rescate. No se trata de condiciones de explotación. No se trata de poder pagar por tu libertad. Se trata de un tráfico de esclavos en el que vecinos de Libia compran subsaharianos para que trabajen en sus casas, granjas o cultivos sin salario de ningún tipo —más allá de techo y comida— y bajo un régimen de violencia.
La OIM lo ha denunciado y ahora comienzan a aparecer los
testimonios de aquellos que han escapado de tal experiencia. La comunidad
Internacional, sin embargo, no parece estar haciendo demasiado sobre el terreno
para terminar con una pesadilla propia de otro siglo.
Vendido por 3.200
euros
“Quiero explicarle al mundo lo que está pasando”. Lo dice
Achaman Agahli, 39 años, robusto, vecino de la ciudad nigerina de Agadez. Nos
recibe en su casa, una construcción básica de adobe en la que comparten espacio
personas y cabras.
"A mí me vendieron en un lote de 12 y pagaron por mí
unos 3.000 euros"
Achaman trabajaba transportando bidones entre pueblos del
desierto. Fue un amigo quien le planteó la posibilidad de intentar llegar a
Europa para ganar dinero. Lo consultó con su mujer y decidió intentarlo. Partió
una noche de junio del año pasado, a las tres de la madrugada, subido a la
parte trasera de un vehículo pick up blanco marca Toyota. Cuando estaban a punto
de arrancar, escuchó que el traficante a quien le habían pagado por el traslado
hablaba por teléfono: “Te mando un lote de 25”. No le dio importancia Achaman
en aquel momento. Días después, la afirmación cobraría sentido.
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Subastas de esclavos a las puertas de Europa Fotogalería: A
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refugiados africanos en 10 reportajes
“La idea era que nos llevasen hasta Madama, en la frontera
entre Níger y Libia, pero pasamos de largo y nos dejaron en Al Qatrun, ya en
Libia. Ahí nos recogieron unos tubus libios [los miembros de una etnia local].
Llevaban barba, iban armados. Fue cuando me dije: ‘Aquí hay problemas, algo
falla’. Nos llevaron a Sabha y nos metieron a todos en la habitación de un
edificio vacío”.
Achaman estuvo 26 días encerrado. “Nos daban pan y leche. Un
día, uno los hombres que nos custodiaba, nos dijo: ‘No os damos más para que no
tengáis fuerza y escapéis”. El día 27 llegó un hombre libio y se puso a
discutir de dinero con el jefe de los secuestradores de Achaman. Esta vez sí,
escucharon la negociación. “Yo hablo árabe. Les entendí. Acordaron la venta de
un lote de 12. Sí, así dijo, un lote de 12. Y por cada uno del lote, por cada
uno de nosotros, iba a pagar 5.000 dinares libios”. Aquel día compraron a
Achaman por 3.200 euros.
“Nuestro comprador nos llevó a su casa, una casa muy grande
con un huerto muy amplio en Ubari, a pocos kilómetros de Sabha. Era un señor
rico. Yo estuve dos meses recuperándome porque estaba muy enfermo. Cuando me
puse bien, empecé a trabajar”. Achaman tenía que alimentar a los animales del
propietario, limpiar los establos, cuidar el huerto, arar… A cambio, el dueño
de la casa le daba cobijo y comida. Como hablaba árabe, lo convirtió en su
hombre de confianza. “A los demás los despreciaba, pero a mí me trataba bien.
No me pegaba ni me gritaba. Y, al cabo de unos meses, tenía libertad para
entrar y salir de la casa si necesitaba hacer recados”.
Achaman Agahli, de 39 años, fue esclavizado en la ciudad Libia de Sabha durante un mes y medio. ALFONS RODRÍGUEZ |
Fue en uno de esos recados. Achaman dijo que tenía que ir a Sabha a por medicinas y, de camino, se cruzó con un conductor nigerino que le ayudó a cruzar la frontera de vuelta.
La mujer de Achaman murió la semana pasada, dando a luz. “Se
fue sin que supiera lo que me pasó. Nunca le dije nada. No la quería ver
triste”.
Cinturones a modo de
látigo
Adam Souleyman lleva una camiseta amarilla con un dibujo de
Don Quijote. Tiene 24 años, es muy delgado y se pone un turbante en la cabeza
para protegerse del sol y la arena. Aunque está viviendo en Agadez, donde nos
recibe en el patio de tierra de una casa familiar, nació y creció en una aldea
cercana a Zinder, la segunda ciudad de Níger, al sur del país. Desde ahí, hace
ahora un año y cinco meses, partió rumbo a Libia en busca de Europa.
El recibimiento tuvo lugar en Madama, localidad fronteriza,
donde, según recuerda Adam, unos milicianos lo tumbaron en el suelo a él y al
resto de migrantes con los que viajaba. “Nos quitaron nuestros documentos y el
dinero”. Desde ese momento, Adam se convirtió en mercancía.
Tres días estuvo encerrado hasta que un hombre, que Adam
recuerda como “gordo, grande”, llegó, discutió precio con los milicianos y se
llevó a tres de ellos. “Un chico de Mali, otro de Burkina Faso y yo. Todos en
furgoneta. El hombre nos encerró en un sótano. Las ventanas eran muy pequeñas y
daban al suelo de arena. Había unas alfombras para que durmiéramos. El hombre
solo nos dijo una cosa: ‘Sobrevivir es lo mejor que podéis conseguir desde
ahora”.
“Cada día nos llevaba a trabajar a una casa distinta, de
árabes ricos, casas muy grandes. Nos despertaba echándonos agua fría encima y
nos sacaba del sótano dándonos golpes con el cinturón, como si fuera un látigo”
Era el nuevo dueño de Adam y los otros dos chicos. Y los alquilaba. “Cada día nos llevaba a trabajar a una casa distinta, de árabes ricos, casas muy grandes. Nos despertaba echándonos agua fría encima y nos sacaba del sótano dándonos golpes con el cinturón, como si fuera un látigo”. Adam reproduce con desgana el gesto, levantando el brazo. “Cuando terminábamos de trabajar, venía a buscarnos a la casa y nos volvía a meter en el sótano”. Así estuvo Adam un mes y diez días.
“Había días que no teníamos que trabajar, que el hombre no
venía a buscarnos. Y nos pasábamos el día sin comer encerrados. El chico de
Malí hablaba de acabar con todo eso, de suicidarse, decía que no aguantaba”. ¿Y
tú? “Yo no. Yo quería ver a mi familia”. ¿Te sentías como un esclavo? “No me
sentía. Era un esclavo”.
Se pasaba las noches Adam maldiciendo el día que decidió
irse a Libia. La luz la vio una tarde que el dueño de una casa le mandó salir
hasta un pozo de agua a reparar una avería. “Yo iba caminando y me crucé con
una camioneta en la que iban trabajadores africanos. Uno era hausa, como yo,
así que le grité y le pedí ayuda”. Aquel hombre acogió a Adam en su casa y
después le consiguió sitio en un camión para regresar a Agadez, donde ahora
trabaja para poder reunir el dinero y volver a Zinder. “No sé qué pasó con los
otros dos chicos, el de Malí y el de Burkina Faso”, dice Adam. “A lo mejor
todavía siguen allí”. Después aprieta las manos contra sus ojos y llora.
Siete meses sin ver
el cielo
Marian cubre su cabeza con un velo rojo. Se fue de Lagos,
Nigeria, en julio del año pasado. Le dijeron que tras un pequeño viaje en coche
y cruzar un río, estaría en Italia.
Marian tiene 23 años y vive en el suelo de la estación de
autobuses de Agadez, donde aguarda poder regresar a su ciudad. Allí, nadie sabe
que a Marian la convirtieron, durante siete meses, en una esclava sexual.
Fue en Trípoli, Libia, después de cruzar el desierto con más
días de ruta de lo previsto, tras un error de orientación del conductor que les
llevó a tener que beber agua de charcos que encontraban. “Cuando llegamos a
Trípoli nos metieron en un sótano sin ventanas. Pregunté cuándo llegábamos a
Italia y un hombre me dijo: nunca”. Para Marian, arrancó el suplicio.
Marian, nigeriana de 23 años, fue esclava sexual en Trípoli
durante 7 meses. ALFONS RODRIGUEZ
“Una mujer nos explicó la situación al grupo de chicas que estábamos en el sótano. Nos dijo que, si queríamos volver a ser libres, necesitábamos pagar una cantidad (Marian no quiere decir cuánto) y que la única manera de lograrla era siendo prostitutas en ese sótano”.
Marian resopla: “Yo no paraba de llorar. Y me negué. Llegó
un señor el primer día y me dijo ‘siéntate aquí’, señalándose las piernas y yo
le dije que no. Entonces, el marido de la mujer que nos explicó todo me pegó en
la cara. Dijo: ‘Si no obedeces, te pego’. Y yo le dije que me pegara. Y le
ponía la cara”. Marian gira la mejilla, como ofreciéndola. Después añade: “Pero
hay un momento en que ya no quieres que te peguen más”.
Si Marian o cualquier de las otras chicas se negaba, la
mujer rompía la hoja en la que iba apuntando lo recaudado por ellas. “Y
teníamos que volver a empezar”. Marian tardó siete meses en recobrar su
libertad. Durante esos siete meses nunca salió del sótano. Nunca llegó a ver el
cielo.
“Ahora quiero volver a Lagos. Y recuperar mi vida de antes.
Y espero que jamás nadie de mi familia sepa lo que me ocurrió”.
Atados por las
muñecas
Cuando explica su trágica experiencia, Nasser Abdul Kader
sonríe. Como un mecanismo de defensa, como una válvula de escape para no
derrumbarse. A Nasser no lo compró nadie. El hombre que lo esclavizó, lo robó.
Como casi todos los demás, llegó a Libia con la promesa de
alcanzar Italia en cuatro días. Partió de Agadez, donde nació, y, tras el
periplo, fue abandonado en las calles de Sabha, sin dinero ni documentación, en
compañía de otros seis inmigrantes. “Acudimos a una plaza en la que venían
hombres a recoger trabajadores para jornadas sueltas. Cada vez que aparecía
alguno, los chicos se abalanzaban sobre ellos para que los llevasen”.
El tercer día, Nasser y otro chico se fueron con un tipo que
necesitaba mano de obra. “Nos llevó a una granja avícola, llena de gallinas.
Nos enseñó la granja y nos dijo que nuestro trabajo era alimentar a las
gallinas y mantenerlas despiertas por las noches”. Nasser hace una mueca de
incomprensión y encoge los hombros. “Al día siguiente nos presentó a dos
hombres armados, muy fuertes y nos dijo que eran los encargados de la seguridad
de la granja”.
Nasser estuvo un mes y diez días descargando sacos de
pienso, alimentando gallinas y manteniéndolas despiertas por las noches. Todo
cambió cuando Nasser le preguntó a uno de los hombres de seguridad cuándo les
iban a pagar. “Me miró, levantó el dedo así —Nasser pone recto su índice, en
gesto de advertencia— y me dijo: ‘Presta atención: en este lugar no se pagan sueldos’.
Me asusté, pero al día siguiente, enfadados, nos negamos a descargar el
camión”.
"Para trabajar nos ataban con una cadena de dos metros,
por las muñecas. Solo nos la quitaban para dormir"
La sentada de Nasser y su amigo tuvo consecuencias cuando los
dos vigilantes vieron los sacos de pienso sin descargar. “Vinieron a buscarnos
a la habitación y nos dieron una paliza con un cable grueso y también con un
cinturón. Después nos enseñaron una pistola y nos dijeron: ‘Si no trabajáis, os
matamos y vamos a por otros dos negros”.
Desde ese día, los dos chicos tuvieron que trabajar uno
atado al otro. “Con una cadena de unos dos metros, atada con mucha fuerza a las
muñecas. Y partir de aquello nos pegaban con un cable mientras trabajábamos.
Ahí me convertí en esclavo”.
A Nasser y a su compañero solo los desataban cuando
regresaban a la habitación a dormir. “Nadie sabía dónde estábamos, no teníamos
dinero, ni papeles, ni contacto con el exterior. Era como estar muertos”. La
tragedia duró cinco meses, hasta que Nasser logró escapar de la granja una
mañana en la que los dos hombres de seguridad se quedaron dormidos por el
alcohol.
“Yo a los chicos que quieren irse a Europa les digo: no lo
hagas. No te vayas. Vas a morir o vas a ser esclavo. Y les cuento mi historia”.
¿Y te hacen caso? “No, ninguno. Siempre responden lo mismo: no tengo elección”.
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