sábado, 8 de abril de 2017

Adolescentes en alquiler…



Testimonios de prostitución


Adolescentes en alquiler…
27 de marzo de 2017

Parecen intemporales. Sobrevivir a cualquier precio   


Ambas viven en la ciudad.  Se multiplican y sobreviven en cualquier urbe. Flor (Florencia) y  María Elena, ambas de 16. Llegar a ellas fue suficiente tecleando un número de celular. Dos veteranos en las lides de noches estiradas, amigos de vivencias no siempre contables, conocen  los grices laberintos de las chicas. Uno de ellos nos dio una tarjeta impresa en papel cortado con tijeras. Casi irónica­mente y entre signos de admiración se leía ¡Todo servicio!  No pueden publicar en los medios. Está prohibido y son menores. Rectangulares papeles que circulan de mano en mano. Clientes no les faltan, aseguran.
Por: Miguel Andreis

 Al tercer llamado del celular, una voz fémina de tabaco abundante respondió. Concurrí a la hora y el lugar que indicó. No tardaron demasiado en ingresar, ni dudaron en acercarse a la mesa. Vaya a saber en que madrugada dejaron para siempre su anatomía de niñas. Miran si mirar mientras. Una se come las uñas, la otra mueve el chicle en su boca abierta de un lado a otro. María Elena, de pantalones ajustados, Flor de cortas polleras. Arrastran los pies al moverse, como sobrando los mosaicos. Nada parece importarles demasiado. Aparentan más calendarios de los que sus huesos aún cartilaginosos portan. Insistieron que querían dinero.  Llamaron a la moza y pidieron sandwiches y  gaseosas. La luz roja del grabador pareció silenciarlas. Por momentos la sensación de las miradas que provenían de las otras mesas la incomodaban.
Pechos duros, semidescubiertos. Las uñas de una a medio pintar mezclaban su color de sol furioso con la tierra que se observaba en la punta de los dedos. Bebían apuradas y más apuradas comían. Comían y hablaban a la vez. Ninguna tenía corpiño, y el blanco de la que llevaba pantalones ya era crema claro. En minutos perdieron el temor a esa cajita oscura que archiva las palabras. Ya no les importó el grabador. Unos y otros nos miraban. La mujer que nos sirvió, también observaba olvidando el disimulo. Me hizo una mueca de desdén. Había que empezar.

-¿Tienen algún parentesco?
-“No. Sí. (Se con­tra­di­cen). So­mos pri­mas. La ma­má de ella es tía de mi ma­dri­na acla­ra Ma­ría Ele­na. ¿Qué te po­de­mos con­tar no­so­tras?… si ape­nas ven­de­mos co­sas… chucherías”.
Les recuerdo la tarjeta y sus “servicios completos”.
Se mi­ran y clavan la vista hacia la ruta. Se había detenido un vehículo de “Seguridad Ciudadana “… Esperan hasta que el rodado se ponga en movimiento nuevamente. Se tranquilizan.
  • “Bhue, ya lo sabés. Por ven­der no es­ta­ría­mos aquí… Cual­quier vie­jo o tipo grande pue­de ser un clien­te. Y los no tan vie­jo tam­bién. Nos lla­man y va­mos a sus ca­sas. So­las o las dos. No nos agrada mucho tener que salir en los autos”.
  • Intuí que la voz que respondió el celular no era de ninguna de ellas. Pregunté quién había respondido.
  • “… Mi tía (in­di­ca Flor), ella recibe los contactos  es la que nos toma los pedidos y luego le damos una parte. Has­ta aho­ra siem­pre nos ha ido bien. Nos alcanza para comer y vestirnos y… To­do se com­pli­ca cuan­do le de­ci­mos la ver­da­de­ra edad al cliente, la ma­yo­ría se bo­rran. Tie­nen mie­do de ir en   Así que les mentimos unos años. En Bell Ville, don­de vi­ve mi abue­lo, tu­ve un pro­ble­ma, y ahí conocí la policía por primera vez.” Explica Flor y pregunta si puede pedir otra hamburguesa, solo que cambiará la marca de gaseosa
  • “Es­ta­ba en se­gun­do gra­do y me aga­rró un tío postizo. Co­mo él an­da­ba con mi ma­má ella no di­jo na­da. Se quedó en el molde. Un día me puso boca abajo (se señala girando la cabeza y hace un gesto de dolor). Tuvieron que llevarme al Hospital. Llamaron a la policía y fue cuando un juez me man­dó aquí, a la casa de mi madrina. Hicieron los trámites para ponerme en el Patronato, pero por suerte zafé”.
  • Ninguna de las dos terminó la pri­ma­ria. “Yo sa­lía con un chi­co más gran­de. To­do bien has­ta que un al­ma­ce­ne­ro co­men­zó a re­ga­lar­me co­si­tas. Me pe­día que lo fue­ra a vi­si­tar a la sies­ta. Un día la invité a ella, fui­mos las dos, se puso lo­co. Cuan­do la ma­dri­na se en­te­ró, ni se eno­jó. Se fue hablar con el viejo. Al día siguiente el almacenero nos envió una heladera nueva. La tía es la due­ña del ce­lu­lar, y tam­bién tiene sus cosas”.
  • María Elena, interviene: “El mes pa­sa­do nos fue muy bien. La tía estaba contenta”.
  • Sentí pudor preguntar por lo recaudado..
  • Des­li­zan un co­men­ta­rio so­bre un co­mer­cian­te en­tra­do en años que per­ma­ne­ce en una me­sa cer­ca­na. El en­cuen­tro ha­bía si­do en el bar de una es­ta­ción de ser­vi­cio sobre la ruta.
  • “No sé si el año que vie­ne vuel­vo al co­le­gio –sos­tie­ne Flor, me cues­ta es­tu­diar. No me gus­ta ir a la es­cue­la. Siem­pre me cos­tó sa­car cuen­tas o ha­cer ora­cio­nes. Ja­más ha­go lo que me di­cen. Me pa­re­ce que soy gran­de pa­ra es­tar con los de­be­res, pa­rez­co una bo­luda…”.
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  • ¿Te sentís gran­de?
  • “¿¡Y a vos te pa­rez­co chi­ca!? ( no disimula su molestia?… Mi­rá si a al­guien con quien sal­go le voy a es­tar di­cien­do, da­le, apu­ra­te que ten­go que vol­ver al colegio. Des­pués te ca­sás y chau… pa­ra qué que­rés sa­ber tan­to. Con leer y es­cri­bir es suficiente”.
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  • ¿Hay mu­chas co­mo us­te­des, en la ca­lle, ejerciendo…?
  • “Sí. Mi ma­dri­na siem­pre di­ce que ca­da vez hay más pi­bas y con me­nos años. To­da mi fa­mi­lia tra­ba­ja­ba en un cam­po cer­ca de Las Va­ri­llas, mi vie­jo se fue con otra mu­jer, y mi vie­ja nos des­pa­rra­mó. Yo lle­gué a la ciudad  ha­ce po­cos años –vuelve a intervenir Ma­ría Ele­na-, fui  a pa­rar a la ca­sa de un ma­tri­mo­nio que vi­vía por la ca­lle Bue­nos Ai­res, sa­lien­do, en un cha­cri­ta. Me dis­pa­ré por­que me hacía trabajar todo el día y aho­ra es­ta­mos con la ma­dri­na. Ella nos tra­ta bien. Bue­no, nos tra­ta bien cuan­do su ma­ri­do no nos jo­de. Ya nos di­jo que si ve al­go ra­ro nos par­te la ca­be­za y nos ra­ja. El ti­po es un ba­bo­so. Por suer­te ha­ce ra­to que tie­ne pro­ble­mas en el híga­do y ca­si no se mue­ve. Ca­paz que se mue­ra”.
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  • -“Te digo que somos muchas las que laburamos… ¿Y qué quie­ren que ha­ga­mos? Días pa­sa­dos un ti­po que es doc­tor o al­go así, cuan­do su­bí al au­to co­men­zó a ser­monear­me, que era muy chi­ca pa­ra hacer esto; que es­tu­dia­ra; que sé yo cuán­tas co­sas. No le respondí. Cuan­do me di cuen­ta ya es­tába­mos en­tran­do en el mue­ble. Y por su­pues­to que me pa­gó co­mo to­dos, y has­ta me hi­zo un re­ga­lo. ¡Pa­ra qué tantos con­se­jos!. Si vie­ras to­das las co­sas que me pe­día que le hi­cie­ra”.
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  • No es­ca­pa el te­ma del SI­DA, sa­ben que exis­te y pun­to. Es un pro­ble­ma de otros. Flor acla­ra que un lim­pia­vi­drios del que se hizo amiga está hasta las manos. Salimos y se lo conté a mi ma­dri­na. Me lle­vó al Hospital. No sé cuántos estudios me hicieron, el de Sida también. Todo al pelo. La médica nos habló que están preocupados por la cantidad de pibas enfermas. Sobre la hepatitis brava, esa que tiene una letra. Y que usáramos preservativos” Ambas coinciden que “nadie quiere usar forros y no vamos a perder un cliente…” Lo que ha crecido es el número de travestis”.
  • . Las dos to­ma­mos pas­ti­llas anticonceptivas. De eso se encarga la madrina todos los días. Nos la dan en el Hospital”.
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  • ¿Al­gu­na con no­vio? (Ríen)
  • “Las dos. Yo sal­go con un ca­sa­do, es ca­mio­ne­ro – Flor echa la ca­be­za ha­cia atrás co­mo to­man­do ai­re. Me tie­ne lo­ca de amor, aun­que es muy ce­lo­so. Vi­ve a la vuel­ta de ca­sa (barrio San Martín). La mu­jer es una fla­ca his­téri­ca que lo mo­les­ta por to­do. Con­mi­go es bue­no y siem­pre me da ma­ni­ja con que no me ol­vi­de de to­mar las pas­ti­llas. Le da mie­do de que que­de em­ba­ra­za­da. Ya tie­ne tres hi­jos. Cuan­do es­tá me cui­do en sa­lir. La ma­dri­na ya le di­jo que si me lle­ga a po­ner las ma­nos en­ci­ma lo de­nun­cia por an­dar con­mi­go que soy menor. Él lo sa­be y se ca­ga”.
  • Ca­mi­na has­ta un ex­hi­bi­dor don­de hay va­rios cas­set­tes en ofer­ta, bus­ca uno de Ulises. ¿Me lo com­prás? Ex­pre­sa en voz al­ta mi­rán­do­me. To­dos se dan vuel­ta y es­pe­ran la res­pues­ta. Con­ti­núo ha­blan­do con la ami­ga como si no escuchara, ella le­van­ta más la voz. Asien­to con la ca­be­za. No era un buen mo­men­to pa­ra mi ros­tro.
  • “Las más gran­des an­dan por los bu­le­va­re y otras en los hoteles o confiterías. Allí no va cualquiera. No­so­tras ya te­ne­mos los pun­tos fi­jos. Lo del te­léfo­no da re­sul­ta­do. Un vie­jo le cuen­ta a otro y ese a otro” Ríe so­la y un cho­rro de co­ca se le cae de la co­mi­su­ra de los la­bios
  • -“ Dale, cón­ta­le al señor lo de ese ti­po que te vie­ne a bus­car domingo de por medio… da­le, to­tal…”
  • Ma­ría Ele­na da algunos detalles. Le conoce el ape­lli­do. “Lo ten­go que es­pe­rar al ingreso del Subnivel, el guacho de­ja la mu­jer en la Igle­sia, que va a mi­sa, y pasa a buscarme. Es un vie­jo ra­ro. Nos va­mos a un motel. Siem­pre me ha­ce un re­ga­li­to –y mues­tra las san­da­lias-. Un día me di­jo si no me mo­les­ta­ba que él me afei­ta­ra allá aba­jo… no su­pe qué res­pon­der­le. Ahí no­más sa­có de una car­te­ri­ta de cue­ro,  es­pu­ma en aerosol y una ma­qui­ni­ta. Me dio mie­do y no qui­se, di­jo que me pa­ga­ría más. Me me­tió ba­jo la llu­via y lue­go me afei­tó. Des­pués so­lo qui­so que lo to­ca­ra. La ma­yo­ría de las ve­ces ha­ce lo mis­mo, y pone la plata. Ya no me molesta que lo haga.  Pi­de co­mi­da pa­ra los dos y mucha,  lo que so­bra me lo en­vuel­ve pa­ra que me lo lleve”
  • In­ter­cam­bian his­to­rias, al­gu­nas po­co creíbles, otras nos muestran de las miserias que somos capaces. El fo­tógra­fo, que llegó más tarde, se su­ma a la me­sa. Firmes, indicaron que no ha­bría fo­tos. “Ni lo­cas. Que­rés que va­mos en ca­na”.
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  • Ha­blan­do de po­li­cía ¿Nun­ca las detuvieron?
  • “Una vez –Ma­ría Ele­na, se­ña­la en voz ba­ja- pe­ro por un lío en­tre la ma­dri­na y el ma­ri­do. Por la­bu­rar no. Ha­ce ra­to, sa­lí con un ca­na, que des­pués tu­vo des­pe­lo­te por otro ca­so, con una pi­ba también menor. Es me­jor lle­var­se bien con ellos. Has­ta aho­ra no nos jo­den. Mi ma­dri­na cor­ta cla­vos con la Justicia. Tie­ne mie­do porque si nos enganchan la que va en cana es ella”
  • No querían se­guir ha­blan­do. Se­gu­ra­men­te la no­ta era el tiem­po que ocu­pan con un “clien­te”. Al­gu­nos ges­tos la ubi­can en­tre aque­llas ni­ñas que aún se ma­ra­vi­llan con las es­ce­nas de títe­res. Eso es solo por mo­men­tos. Pe­ro ya la vi­da las mar­có con la im­pron­ta de un ca­mi­no del que no es fácil re­gre­sar cuan­do las opor­tu­ni­da­des son ca­si ine­xis­ten­tes. Van apren­dien­do los códi­gos. Los sa­ben y ponen en práctica. No obs­tan­te, a lo lar­go del en­cuen­tro in­ten­ta­ron ha­cer pre­va­le­cer la ima­gen de ado­les­cen­tes con­ven­ci­das que po­co tie­nen pa­ra des­cu­brir. Es ra­ro, tras­la­dan un re­tra­to en sus ojos, mi­tad vie­jos, opa­cos y can­sa­dos, mi­tad  in­fan­ti­les, vi­va­ces y tier­nos. Cues­ta so­bre­pa­sar esa di­men­sión.  Ellas al­qui­lan un cuer­po que aún no se ter­mi­nó de con­for­mar, la ma­yo­ría de los ad­qui­ren­tes son hom­bres en­so­bra­dos en hue­sos frági­les y car­nes fláci­das que sue­ñan re­cu­pe­rar mi­nu­tos de pla­ce­res jóvenes  que por sí sólo ya no vol­ve­rán. La ofer­ta y la de­man­da. Las cau­sas y los efec­tos. Así de­san­dan sus días, en­tre el dis­cur­so mo­ra­lis­ta de un seg­men­to so­cial con vo­ca­ción de fis­cal, y la res­pues­ta de con­ten­ción de un Es­ta­do que se per­dió en los es­trépi­tos de “co­sas más im­por­tan­tes”.
  • No hay es­ta­dís­ti­cas so­bre la can­ti­dad de pros­ti­tu­tas me­no­res (tam­po­co de ma­yo­res). A ma­yor ex­clu­sión so­cioeco­nómi­ca el núme­ro au­men­ta­rá. Sim­ple ecua­ción ma­te­máti­ca. Están conscientes que muy posiblemente pron­to no­más de­be­rán acu­rru­car­se en un rin­cón de cual­quier ca­la­bo­zo. Los que pa­gan por su car­ne no ten­drán el mis­mo in­for­tu­nio. Al­gu­nos pen­sa­rán: son las re­glas de jue­go. Es cier­to, la re­glas don­de siem­pre pier­den los más débi­les. Sa­li­mos jun­tos. Flor, se po­ne el CD de Ulises entre su piel morena y el  apre­ta­do pan­ta­lón, ca­si ta­pán­do­le el om­bli­go: “po­bre ti­po –di­ce-, le afanaron un toco de guita y casi un kilo de oro..”.
 Fuente
http://www.elregionalvm.com.ar/?p=10412






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