Testimonios
Los Acapulco Kids
Tailandeses manejan la prostitución infantil en el puerto de
Acapulco, Guerrero, convertido ahora en el paraíso de los pederastas
Por periodistasdigitales - 20 Abr 16 en Foro libre
Por Alejandro Almazán/emeequis
Acapulco, Gro.- La primera vez que Jarocho me ofreció a una
niña por 300 pesos le dije que sí, que a eso había ido al Zócalo aquella noche.
El tipo, que cuidaba autos frente al Malecón, se echó la franela al hombro y
sonrió de tal manera que los dientes le brillaron en el oscuro rostro,
reventado por el acné. Luego, cuando se dispuso a traerla de un callejón, dije
que no, que mejor volvería más tarde.
—De una vez, brother, el yate llega a la una de la mañana y
ahí vienen gringos ya rucos que se llevan a las más morritas. Orita hasta te
puedo conseguir una de nueve o diez años –dijo con cara de “tú me entiendes, no
te cuento nada nuevo”, y sentí tremendo retortijón en el estómago.
—Regreso antes de esa hora, nada más no vayas a fallar.
—¿Qué pasó, brother? Los hombres sabemos hacer negocios. Y
como me caíste a toda madre, te la voy apalabrar pa que te dé un servicio
chingón. Ái tú te arreglas con ella si quieres cosas más perversonas.
Volví después de que el yate Aca Rey había tocado tierra
firme. Entonces supe que Jarocho sólo era un mero cazador de clientes, que
trabajaba para un proxeneta y que la niña que llevaría esa noche se llamaba
Allison. Era adicta a la piedra –esa droga barata que embrutece más que otras–
y no pasaba de los 12 años.
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Tailandeses manejan la prostitución infantil en el puerto de Acapulco, Guerrero, convertido ahora en el paraíso de los pederastas (imagen de la nota original) |
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Un día Acapulco se cubrió de verde y de cerdos salvajes que
desafiaban los caminos de tierra. Las gargantas de los pescadores toltecas
cantaban a los dioses, los bambúes crepitaban con el viento y los mangos
petacones engordaban. Mil años después, los aztecas traerían la plaga hasta que
Hernán Cortés y su gente la aplastaron a su vez con la gonorrea y la virgen de
La Soledad.
Luego de 500 años de ensangrentar destinos, llegaron los
grandes edificios a la bahía y dividieron la ciudad en dos: la cara bonita y el
patio trasero. Agustín Lara le cantó a María Félix, Pedro Infante compró casa y
Tintán amó al puerto por siempre. Entonces cayó el nuevo milenio y bajo el
brazo trajo un racimo de pedófilos estadounidenses y canadienses que se
hartaron de que en Cancún los señalaran. Ellos fueron los que corrieron la voz
y, al poco tiempo, Acapulco se transformó en el paraíso de la carne más joven.
Desde entonces, los pederastas acarrearon consigo padrotes
intocables, madrotas disfrazadas de mujeres abnegadas, nuevas estadísticas del
VIH, tendejones para emborrachar a las niñas, revólveres, pobreza de la que
unos se enriquecen, vientres abiertos, noches para velar a los chicos, home
pages para ver el mapa y saber dónde encontrar niños; hoteleros y taxistas para
el trabajo sucio. Rencor y noches y días de ajetreo.
Han traído hordas de niños al Malecón, al Zócalo, al canal
que lleva las aguas negras a Hornos, al Oxxo que está rumbo a Telecable, a la
Soriana de la Costera, a las canchas de la Crom, al asta bandera, a Caleta y
Caletilla, a la barda del restaurante Condesa, a la vuelta del salón de belleza
Xóchitl, a la calle La Paz, al hotel Real Hacienda, al puente de la Vía Rápida,
al semáforo de Aurrerá, a La Redonda que todos conocen como Las Piedras de la
Condesa, a la playa que Cortés bautizó como Puerto Marqués, y a los puteros del
centro.
Y es por ello que Unicef califica ya a Acapulco como la
ciudad mexicana número uno en lo que a prostitución infantil se refiere. Ha
desbancado a Cancún y a Tijuana.
En estos 1 882 kilómetros cuadrados se concentra casi todo
lo que necesita un pederasta: playas increíbles, droga barata y en cantidades
pasmosas, ojos que nunca ven y bocas que nunca hablan, hoteles 50% off, un
bando municipal que estipula que en Acapulco no se multa a los turistas,
prostíbulos donde la mayoría de edad se alcanza desde chicos, padres que
piensan que los hijos son moneda de cambio, y niños, muchos niños, que por un
bote de PVC o un poco de mariguana están dispuestos a encarar la vida y
despistar la muerte con sus cuerpos.
***
En las callejuelas del centro, esas que suben dolorosamente
hacia el cielo, está el bar Venus. Es una construcción vieja de dos pisos,
pintada de mala gana. Es de un naranja parecido con el que Van Gogh pintó el
melancólico cuadro The Old Tower in the Fields. La desvencijada puerta es azul,
como si quien la cruzara fuera directo al paraíso. Pero no: los ventiladores
giran sin énfasis, hay mesitas de lámina extenuada y los clientes son una bola
de infelices a los que sólo les queda emborracharse para combatir el calor y la
tristeza. Quizá lo más deprimente sea la pista donde bailan las mujeres de
vientres poderosos: es una enorme ostra de concreto que arroja luces rojas y
verdes. Todo aquello parece sacado de las películas o de los cómics de
Alejandro Jodorowsky.
Mía bailaba en el tubo como una boa adormecida mientras de
la rocola salía la voz de Noelia con eso de“tú, mi locura, tú, me atas a tu
cuerpo, no me dejas ir”.
Mía, que en realidad se llamaba Ariadna, había cumplido los
14 años el 3 de septiembre pasado y estaba orgullosa de su edad porque eso le
ayudaba a que los clientes se pelearan por ella.
Intentó sentarse en mis piernas y la mandé a la silla.
—¿Qué, eres joto? –preguntó con un hablar pastoso. Ya estaba
algo ebria.
—No, pero tienes la edad de mi sobrina – y Mía miró como si
me hubiera vuelto loco. Luego, ordenó una cerveza mientras enumeró sus reglas:
—Me tienes que dar 40 pesos por estar aquí contigo; con eso
ya pagas mi cerveza. Si quieres algo más, allá atrás hay cuartos. Cuestan 100
pesos y yo te cobro 200. Si quieres que te la chupe, son 100 más.
—A mí sólo me gusta platicar, soy reportero.
—Bueno, dame los 40 y platicamos.
Al sacar el dinero la miré bien: los ojos, de negro intenso,
casi se perdían en la cara; estaba maquillada como los muertos, tenía papada,
los pechos apenas le estaban creciendo y su cuerpo rechoncho era de un
irreparable color cobrizo.
Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre se lo puso ahí
un viejo, amigo de la patrona. A ella se le hacía muy estúpido, pero debía
aguantarse. “Yo hubiera escogido un nombre como Esmeralda o algo así”. Era de
Tierra Caliente, pero había llegado a Acapulco hace medio año para trabajar en
un Oxxo, pero cuando le dijeron que en el Venus podía ganar 800 pesos al día
mandó al diablo la idea de ser una cajera vestida con uniforme rojo con
amarillo. “Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y a mí me gusta comprarme
ropa”. Su mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera, no le preocupa:“Porque
yo la mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos; como mi papá se fue a
California y nunca regresó, necesitamos el dinero”.
Prostituirse no le quita el sueño. “En mi pueblo venden a
las mujeres desde chiquillas, con eso pagan la tele que compran o las cervezas
que no pagaron”. También dijo que le gustaría probar las drogas y que un día
quiere ser actriz de telenovelas.
No habló más porque un gordo, al que le faltaban varios
dientes y andaba todo andrajoso, la llamó con la mano en la cartera para que se
sentara con él. Se bebieron una caguama como si ambos desfallecieran de sed.
Luego, cuando en la ostra gigante bailaba una mujer que parecía haber ido con
un carnicero a que le hiciese la cesárea, el tipo se llevó a Mía. Fueron a los
cuartos.
***
—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Andrew tendrá unos 60 años y sus tres hijos ya le han dado
cuatro nietos. Su segunda esposa, según contó, es 10 años menor que él y jura
quererla igual que el día en que se conocieron. Puede que sea cierto. Andrew
tiene cabello blanco, su piel está lo bastante bronceada como para parecer un
trozo de marlin ahumado, y sus ojos son de un gris encendido. Su español es
mordisqueado, pero da para platicar.
Supuestamente vive en Boston y trabajó en un pub donde los
hombres le confiaron nostalgias y proezas de machos. Yo hice eso para acercarme
a él mientras comíamos un cóctel de camarones en la playa Caleta. Andrew fue el
único gringo que creyó que los niños también eran mi debilidad. Los otros con
los que intenté conversar fueron displicentes y no sirvieron de mucho. Desde
hace unos cinco años, cuando Jean Succar Kuri calentó Cancún, Andrew entró a
las páginas de los pedófilos en Internet y supo a dónde emigrar: Acapulco. Y,
sobre todo, a la playa Caleta.
—Me dijeron que en Caleta uno consigue niños, pero no sé cómo
—le solté cuando Andrew combinaba los camarones con una coca cola de dieta.
—Es fácil –dijo con el tono de quien no miente–. Hay que
tratar con aquellas mujeres —y señaló a las indígenas que aquella mañana
vendían artesanías mal hechas y otras baratijas.
—¿Y qué les tengo que decir? —pregunté a Andrew y él me miró
como quien le tiene lástima a un pordiosero.
—Cómprales algo de lo que venden o dales para que vayan a
comer; el chico ya va en el precio.
—Como el desayuno…
—Sí, como la barra libre.
Para ser honestos, no supe si hablar más o propinarle ahí
mismo un puñetazo. Nos quedamos callados porque no se nos ocurrió otra cosa y
miramos el mar y sus virutas. Por ahí pasó un par de viajeros con mochilas al
hombro, un tipo que vendía raspados, una costeña que hacía trencitas, un viejo
que alquilaba cámaras de llanta para usarlas como flotadores, un par de
pescadores que mostraban mojarras de 10 kilos, un matrimonio con su hijo en
brazos, y unos niños que, como si fuesen cachorros, se revolcaban en las olas. A
ellos, Andrew los escudriñó como hacen los críticos de arte.
—No les digas a las mujeres que eres mexicano, mejor
háblales en inglés –Andrew rellenó el silencio.
—No me lo creerían. Creo que ya me jodí.
—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Son tan inocentes…
—¿Y hoy no se puede? —No, anoche fue de locos
–replicó y ordenó media docena de ostiones con unas gotas de
salsa Tabasco.
Cuando me despedí para no verlo nunca más, fui con algunas
indígenas y, aunque hablaron en su lengua, entendí que me fuera al carajo.
Con la misma importancia me trató el salvavidas de la playa.
Usó una lógica absurda y cínica para responder por qué no hace nada contra
tipos como Andrew: “Yo nomás cuido que nadie se ahogue”.
PD: En el DIF municipal, Rosa Muller, una mujer con un
corazón enorme, había contado que las indígenas tienen el hábito de vender a
sus hijos a los extranjeros. A mexicanos no. Quién sabe por qué. Otro dato:
Adriana Gándara, funcionaria del Centro de Atención a Víctimas de Delito de la PGR,
ha dicho que al menos la mitad de los más de dos mil niños que se prostituyen
en Acapulco son indígenas.
***
Agenda Amarilla del Novedades, El diario de la familia
guerrerense. Viernes 21 de noviembre. Dos anuncios:
¡Chavita de secundaria! Tiernita, Bebita hermosa y sexy.
¿Qué esperas?
Chiquilla bonita. Soy estudiante de secundaria. Delgadita.
Bustona. Llámame.
Llamé de un teléfono público. En el primer anuncio contestó
un tipo que sabía su negocio. No recuerdo el nombre de la niña que ofrecía,
pero la describió con tal labia que no dejaba resquicio alguno para creer que
no existía cintura más delgada ni trasero más redondo y levantado que el de
ella.
—Me hablas de una mujer de calendario, compa.
¿Estás seguro de que va en la secundaria?
—Te lo juro por Dios, carnal. La chamaca está garantizada,
por eso te la estoy dejando en mil 500 pesos. Ira: ella va a tu hotel y después
de dos horas me la regresas.
—Deja hospedarme y te llamo otra vez.
—Pásame tu celular.
Le di un número viejo que dejé de usar.
En el segundo anuncio clasificación xxx respondió una mujer
con voz de niña. Suponiendo que sí era una estudiante de secundaria, dijo
llamarse Lulú, se jactó de tener experiencia y reiteró que estaba dispuesta
casi a todo. Cobraba 2 mil pesos y 500 más por tener sexo anal. Nada de fotos,
nada de video.
—Estoy hospedado en el Mayan Palace –mentí–. ¿Y si no te
dejan entrar?
—Ya he ido ahí. No te preocupes, me gusta su alberca, está
bien grandota.
—Pues deja pensarlo y te busco.
—Anímate ya, más tarde voy a estar ocupada.
—¿Y no te da miedo que sea un asesino o algo así?
No me conoces.
—Tú tampoco.
—¿Y si te dijera que soy reportero y ando contando historias
de niñas como tú?
Colgó.
***
Tú ponle ahí que me llamo Manuel. Tengo 16 años, pero me
prostituyo desde hace 10, cuando me salí de la casa porque mi mamá nomás quería
a mi padrastro, un viejo cabrón que sabe que si se mete conmigo mi banda de
Ecatepec le pone en su madre. He andado por el DF, Hidalgo, Puebla, Veracruz,
Cuernavaca y Chilpancingo. Aquí, a Acapulco, ya tiene que llegué como desde
2004. Y está chido.
[Estamos en el albergue del DIFmunicipal llamado
PlutarcaMaganda de Gómez, una religiosa a la que nadie recuerda. Aquí llegan
los niños prostitutos que la directora del lugar, Rosa Muller, busca en las
calles de Acapulco para darles comida, ropa, dejarlos que se duchen y, si
quieren, vivir hasta que cumplan los 18. Ningún chico es obligado a quedarse.
Manuel es uno de esos niños que entra y sale del albergue
dependiendo de las ganas que tenga de drogarse. Para comprar piedra y
mariguana, con lo que le fascina dinamitarse el cerebro, sabe que debe cumplir
con el círculo vicioso de escapar, prostituirse, comprar su cóctel letal y ropa
nueva que le ayuda a alardear entre la banda de que él ha triunfado; luego
vuelve al albergue.
Cuando está afuera, gana unos 6 mil pesos a la semana. A él
se le hace una fortuna.]
En esto siempre hay clientes. La mayoría son viejos, pero
hay de todo: gabachos, de Canadá, franceses y mucho mexicano. No es cierto que
nomás los turistas de otros países nos busquen. Hay batos más dañados. Checa:
está el payaso del Zócalo, el Chapatín; ese nomás quiere que uno le dé y nos
regala drogas. Está el del Tsuru gris; es de Cuernavaca, le cae una vez al mes
y levanta a dos o tres; paga bien. Está otro cabrón de la taquería Los
Tarascos. Está un güey del hotel Real Hacienda que nos deja dormir y él tiene
mucha piedra y PVC. Otro güey es uno que anda en una moto rojo; también es
padrote. La que también le entra duro es una doña que luego vende burbujas de
jabón en el centro; a ella le gustan las niñas y es madrota de mayates. Y está
Fátima, una gringa ya señora que vive por el Fiesta Inn.
[Manuel no tendría por qué mentir, así que es mejor seguir
escuchándolo.]
El precio que manejamos casi todos es de 200 pesos, más 100
por quedarnos a dormir. Los gabachos y las gabachas dan más: 400. Y lo chido
también de ellos es que te llevan al parque Papagayo, a Recórcholis o se
hospedan en hoteles bien chingones. Yo he ido al Avalón, al Hyatt, al
Presidente, al Emporio y al Princess. Son muy bonitos. Pero no creas que me
apantallan los gabachos. Sé inglés. Bueno, me defiendo. Sé decir cómo me llamo,
mi teléfono, de dónde soy y todas las groserías. Así conquisté a una gringa.
Tenía como 50 años. Es la gabacha más vieja con la que he estado. ¿La más
chica? Una de 30, cuando yo tenía como ocho años.
[Manuel trae el cabello teñido de las puntas. Es un chico
pura fibra con una mirada zigzagueante. Presume sus jeans Fubu o algo así, como
si fuesen unos Versace. Lleva dos días sin drogarse.]
Eso es lo que no puedo dejar: las drogas. Los chochos no me
gustan porque me amensan. Los hongos me ponen tonto y la coca me quita el
sueño. Por eso prefiero la mariguana y la piedra. Unos se paniquean con la
piedra, creen que los andan siguiendo, se les entume el cuerpo; a mí no. Ni
siquiera me ha dejado loco. Ah, porque la piedra es cabrona. Muchos de la banda
se han quedado idos, bien babosos. Con esos ya ni puedes platicar. Ni les
entiendes lo que dicen. Pero te decía, con la mota y la piedra la hago. A veces
también al PVC, pero poco porque se me mete el diablo. A ese le hago porque la
lata cuesta 50 pesos y a mí, el de la ferretería, me lo da a 35. Es que hay
noches que me quedo con él y me lo da más barato.
[Mientras habla, Manuel bosteza y parpadea como si lo
hubieran sacado a patadas del sueño. Se despertó hace cosa de media hora. Por
ahí de la una de la tarde.]
¿Qué más te puedo decir? Pues que aquí me ha tocado ver
muchas muertes. A un jotito con el que me juntaba lo treparon a un carro y lo
apuñalaron. No sé si eran sus clientes, pero yo vi caer al bato. Otro se murió
de cáncer y una morrita de sobredosis. Ángel, el gordo, murió de sida. Yo hasta
eso soy negativo. Aquí en el albergue nos hacen la prueba a cada rato. No le
tengo miedo al sida. Soy un cabrón con suerte.
***
Allan García, uno de los editores de La Jornada Guerrero,
tiene una memoria implacable para los datos duros y escalofriantes:
Hay paquetes exclusivos para pederastas que incluyen hotel y
niño. Costos: de 200 a 2 mil dólares, según el grado de pubertad. El chico sólo
recibe 20 dólares. Desde los cinco años se prostituyen. A los 18 ya no sirven. Los
que controlan la prostitución infantil en Acapulco son, sobre todo, tailandeses.
Después del turismo y la venta de droga, la prostitución infantil es la
actividad que deja más ingresos en Acapulco.
Allan recuerda bien esas cifras porque hace menos de un mes,
durante la semana que el DIF Acapulco organizó para hablar del tema, los
funcionarios locales de la PGR abrieron sus bases de datos.
En esas reuniones también se contó la historia del autobús
con un azteca grabado en el parabrisas. Circula por todos lados, menos en su
ruta. No levanta pasaje. Suben niñas que se van con hombres decrépitos cada vez
que el camión se detiene. De hecho, a la hora de lavar el bus, en el río El
Camarón, las chicas se pelean por hacer la limpieza porque el chofer no paga
con dinero. Paga con droga y clientela que gasta a puño suelto.
***
Eric Miralrío, un acapulqueño que sirvió de guía al
reportero, sugirió que buscáramos a Nayeli en el Malecón. La conocía porque
apenas este año le había tomado algunas fotografías durante la realización de
un documental. Por lo que le escuché decir, la chavita no pasaba de los 16
años, a los 13 fue mamá y su padrote le pegaba para imponer respeto. Parecía un
gran personaje.
La segunda noche en que la buscamos, otro niño de la calle
llamado Chucho nos dijo con su lengua drogada que a Nayeli la habían asesinado
de 25 puñaladas. Ya no dijo más porque el PVC lo traía hecho un zombi.
Un día después, Rosa Muller, la directora del albergue del
DIF municipal, contaría la historia de una Nayeli que resultó ser la misma que
Eric conocía.
Y esto es lo que viene en la libreta de apuntes: Nayeli era
una costeña que desde que nació fue linda. Antes de cumplir los siete años ya
era parte del catálogo que un padrote mostraba a los clientes. A los 13, el
proxeneta la hizo madre y le quitó el bebé porque le dijo que una adicta como ella
lo terminaría matando. Nayeli se la pasó en las calles hasta que un chico de la
banda se enamoró de ella y juntos lograron rentar un cuartucho allá por las
fábricas. A principios de mayo pasado, salió drogada de su casa y se la tragó
la tierra. Los reporteros de la nota roja la encontraron tirada en las calles,
con 25 puñaladas. También la degollaron. Muller se enteró del asesinato por las
páginas de El Sol de Acapulco, el diario que contabiliza a los muertos.
Lo que las autoridades llegaron
a saber es que, por unos cuantos pesos, Nayeli delató un quemadero (lugar donde
se consume droga). Y los traficantes no perdonan esas cosas. Cuando el DIF
quiso recoger el cadáver en el forense para entregárselo a la familia, ya había
desaparecido. Nadie quiso saber más del asunto. Muy pocos le lloraron.
Esa mañana la radio dijo que Acapulco estaría fresco, a no
más de 33 grados. A Samy, sin embargo, el sol le caía como un piano en la
cabeza: traía una tremenda resaca. Lo conocí en la playa Condesa porque un
pescador con un ojo de vidrio llegó a ofrecer de todo: ostiones, el paseo en el
paracaídas, hasta que aterrizó en el asunto de la mariguana y los niños.
—Conozco a los jotitos de Las Piedras, le puedo decir a uno
que venga acá contigo o, si quieres, te lo puedes coger ahí mismo, no hay pedo.
Todo el mundo lo hace ahí.
Samy traía un pantaloncillo rojo, la playera en el hombro y
una sed endemoniada. Le dije que era reportero desde el arranque. Quién sabe si
pudieron más las ganas de beberse una Yoli, pero se quedó un rato.
Primero dijo que nada más había ido a Las Piedras porque le
urgía dinero. Pero ya en el tren de confesiones, presumió que su mejor
experiencia fue con una pareja de cubanos, hace un año: mientras él recorrió el
cuerpo de la mujer, el hombre lo grabó. Le dieron 100 dólares y con eso se fue
a nadar al parque de diversiones Cici, comió en una taquería del centro, se
compró dos camisetas y lo demás se lo inhaló. Dejó en claro que no era
homosexual: “Yo nomás doy y tengo novia”, remarcó con la pose del Valiente de
la lotería.
—¿Y usas preservativos? ¿Te cuidas?
—No me quedan.
Se fue hundiendo sus pies en la arena.
No lo he mencionado, pero Samy tiene nueve años.
***
Si Rosa Muller se lo propusiera, probablemente sería capaz
de contar un millar de historias.
Por ella me enteré cómo Yahaira, una niña de Pachuca, llegó
un día hasta la casa de Muller con un pastel de cumpleaños, una pierna
gangrenada, una tuberculosis invencible y un VIH que le arrojaba dardos a las
últimas defensas de su organismo. Murió hace un par de meses.
Otra historia que le duele a Muller es la de Oliver, de 12
años. Hasta hace unas semanas, además de prostituirse, se dedicaba a vender
drogas. Se le hizo fácil consumir y no pagar al dueño del negocio. Para que
escarmentara, para que entendiera que eso no se hace, lo amarraron con cinta
canela a un árbol. En 15 días, sólo le dieron agua, sopa de pasta y un centenar
de golpes. Así llegó al albergue. A los médicos les llevó varios días salvarle
las manos y a él cinco minutos volverse a escapar. Muller, que sabe por qué
dice las cosas, jura que a estas alturas Oliver debe estar muerto.
La historia más atractiva, sin embargo, es la de la propia
Muller. Es decir, la de Mamá Rosy, como todos los chicos la llaman.
Resulta que su hijo, hoy de 13 años, solía ir a un internet
ubicado atrás del hotel Oviedo, en pleno centro de Acapulco. Iba ahí porque le
prestaban el playstation sólo por dejarse tomar fotografías. Además, como el
dueño del lugar le decía que en la casa de Mamá Rosy había fantasmas, al chico
no le interesaba volver a su recámara si su madre no se encontraba.
Un día, a Mamá Rosy le llamó la atención que, súbitamente,
su hijo fuese huraño, sudara por las noches y hablara de espíritus malignos a
los que nadie podía derrotar. La curiosidad la llevó a indagar y a saber que en
el café internet siempre había muchos extranjeros que a simple vista no
resultaban nada confiables. Con el tiempo, contactó a la policía cibernética de
la PFP y en pocas semanas se descubrió que aquel café internet era el centro de
operaciones de una banda de pederastas.
En abril de 2003, las autoridades arrestaron a 18 pedófilos,
12 de ellos extranjeros, y rescataron a 10 niños. Entre los detenidos iba
Enrique Meza Montaño, hijo del entonces regidor por Convergencia, Óscar Meza
Celis. Enrique fue el único que obtuvo su libertad a las pocas horas. No
importó que él, de 29 años, fuese el dueño del internet llamado Ikernet ni que fuese
arrestado cuando estaba en compañía de dos menores.
A los otros, la PFP los presentó como parte de una banda que
operaba en Europa, Estados Unidos, Canadá y México, además de vincularlos con
dos artistas de la pedofilia: Robert Decker y Timothy Julian, ambos
sentenciados en cárceles californianas. La edad promedio de los detenidos era
de 65 años. Un par de ellos tenía VIH y se “suicidarían” después en las
mazmorras acapulqueñas.
Ese hecho marcó a Mamá Rosy y fundó una ONG para proteger a
los niños. De la gasolinera de su familia sacó los recursos y los chicos la
fueron queriendo.
El próximo 31 de diciembre terminan los tres años de Mamá
Rosy. Los chicos están tristes, dicen que volverán a las calles porque nadie
los ha cuidado como ella. Muller, de ascendencia alemana, tiene pensado rentar
una casona vieja para llevarse a los niños. “Ya veré cómo le hago, pero no
quiero dejarlos, son presa fácil”, dice mientras se acomoda sus anteojos para
la miopía. Lo que sí es un hecho es que su hijo poco a poco ha ido saliendo. Ya
no ve fantasmas.
PD: El pasado miércoles 26 de noviembre, la estadounidense
Patricia Katheryn O’Donovan denunció que el neozelandés Murray Wilfred Burney,
también conocido como Mario Burney, estaba reclutando a menores de edad para
reorganizar la red de pederastas que Meza Montaño y otros dejaron a la deriva.
***
Yo era de ésas que andaba vendiendo droga. El buenero
(narco) hasta me dio una pistola para defenderme. Era una 22, bien perrona. Le
entré porque a mí no me gustó eso de acostarme con los gringos. Bueno, lo que
pasa es que un día uno me pegó y ya no quise. De ahí les tiré la onda a las
mujeres, pero hubo una, creo que era de Italia porque hablaba bien chistoso,
que se puso bien loca en el cuarto, como que quería matarme. Era flaquita y yo,
ya ves, pues estoy llenita, así que le puse unos madrazos y me fui. Por eso me
metí de dealer. Bueno, me metieron.
¿Cómo te explico? Aquí hay mucho buenero que nos agarra para
vender porque a nosotros no nos meten a la cárcel, nomás nos quitan la droga y
nos dan unos zapes. Y le entras porque le entras. Si no quieres, te pegan.
Dicen que a uno hasta lo mataron. Ya luego me harté y mejor me vine al
albergue. No sé qué haré ahora que Mamá Rosy se vaya. Es todo lo que puedo
contar. Tengo una vida aburrida.
[Silvia, se llama Silvia. Para tener su edad, 14 años, es lo
bastante fuerte como para destrozar un piso entero en un arrebato. Le gustaría
tener una muñeca.]
***
Yo soy Norma. Crecí en Tepito, ahí en la calle de Jesús
Carranza. Me fui de ahí porque mi mamá se murió. Tenía sida. Yo digo que mi
papá la contagió; siempre fue muy mujeriego, pero quién sabe, mi mamá también
tuvo sus novios y cuando andaba drogada no se fijaba.
[Otra vez en el albergue Plutarco. Otra historia. Otra niña
invisible. Otro cigarro para aguantar.]
De lo otro, de cómo empecé a prostituirme, no me gusta
hablar. Me da ansiedad. Pero ya estoy aquí, ya qué. Me voy a abrir. Mamá Rosy
nos ha dicho que lo hablemos, que eso que trae uno es como una piedra en el
zapato o como un anillo que se nos atoró en el dedo. A ver, ahí te va.
[A Norma, de 16 años, le han estado sudando las manos desde
que sentó. Se la ha pasado secándolas sobre el short de basquetbolista que
viste. Trae el cabello mal cortado, como si alguien le hubiese mordido la
cabeza. Huele a jabón barato. Hace bombas con el chicle y tiene una sonrisa
exacta.]
Tendría que empezar a contar que a los seis años me violó un
primo. Luego, como a los ocho, me violó un tío, hermano de mi papá. Ya tenía
como 11 años cuando mi papá llegó drogado y quiso hacérmelo. Sólo Dios sabe por
qué no pudo. Si me lo hubiera hecho, seguro yo también tuviera sida. Desde ahí
ya no me gustaron los hombres. Me dan asco. Pero hace como cuatro años cuando
llegué a Acapulco, me dijeron que había señores que se acostaban con la
chamacada. Yo, al principio, no quise. Luego ves que les regalan cosas y que la
banda trae dinero. Entonces dije “chingue a su madre, le entro”. Eso sí:
siempre lo he hecho bien drogada. Como que en mi juicio no se me da, hasta me
dan ganas de vomitar. La bronca es que luego ni te acuerdas de lo que te
hicieron. Yo luego he despertado con dolores en todo el cuerpo y con moretones.
Con quienes sí me ha gustado, la verdad, es con las gringas. A ellas sí se los
hago como con amor. Había una que me buscaba mucho. Ella me regaló un celular y
ropa. Me dijo que quería llevarme a Estados Unidos para que viviera con ella,
pero ya nunca volvió.
[Norma se levanta, dice que va al baño. Se ve rara, ansiosa,
sin saber por qué. Todo empezó porque le pregunté si ese tatuaje mal rayado que
dice Faby era en honor a la gringa y ella dijo que no, que Fabiola es una
historia que ahora que vuelva va a contar. Regresa y cumple con su palabra.]
Fabiola fue mi novia, pero me hizo como trapeador. Era una
cabrona. Decía que me quería y andaba con hombres. Yo le lloré, le dije que mi
hijo, ¡ah!, porque tengo un hijo de cuatro años que no he visto hace mucho,
necesitaba una mamá como ella. Le valió madre. Nomás me engañó. Hasta los papás
de ella me querían, decían que algo como yo era lo que Fabiola necesitaba.
Ahora la odio y amo a Diana, la chava que hace rato vino acá con su bebé. Diana
sabe que ahora que termine de estudiar enfermería voy a cuidar de ella y el
bebé. Lo malo de Diana es que todavía actúa como una niña y luego no sé ni lo
que quiere.
[Intempestivamente, Norma me pregunta que si ya se puede ir.
No puedo obligarla. Al poco rato, la psicóloga llega como un ventarrón con la
mala noticia de que Norma se ha enterrado las uñas en la cara y que se la ha
pasado quemando las cartas que le escribió a Fabiola. Me siento un imbécil.
Mamá Rosy irá a tranquilizarla y Norma volverá con el rostro
sangrante. “No hay bronca, luego me pongo locochona”, dice con el tono de quien
asume toda la culpa sin tenerla. “Ahorita me curo yo, ya me enseñaron en la
escuela cómo hacerlo”. Lleva medio curso para auxiliar de enfermera. Se lo paga
Mamá Rosy. Me dice que ahora que se reciba vaya a su graduación.]
***
Frente al bar Barbaroja, en la playa Condesa, abordé un taxi
en la Costera Miguel Alemán.
—¿Tú sabes dónde puedo conseguir morritas?
—Ahorita, por la hora, nomás en el Tavares, el Sombrero o en
las casas de cita. Ya son las cinco de la mañana.
—Pero tengo gustos raros: quiero niñas, o niños –dije
mirándole los ojos por el espejo retrovisor. El conductor, como si le hubiera
dicho que necesitaba comprar un perro, buscó entre su celular ciertos números
de contactos.
—Conozco a un cabrón que tiene pura chamaquita.
Ya he trabajado con él, es seguro, no te roban y todo es muy
discreto. Deja llamarle.
Habló con tal desenvoltura que bien podría renegociar el
TLC.
—Dice que las tiene ocupadas. Es que ya es tarde, el bisne
hay que hacerlo a media noche.
Aliviado, me bajé en un hotel que no era el mío. La cara del
taxista, en la duermevela, no me dejó en paz.
***
Es viernes por la tarde y en el Zócalo de Acapulco hay una
cacofonía sostenida. Cuando mis padres me traían yo sólo veía boleros
libinidosos, indígenas que se la pasaban expulgando a sus hijos, jóvenes que
llevaban en sus cabezas cubetas en equilibrios imposibles, perros comiendo
basura, al vendedor de globos, una catedral cuya entrada olía a excremento,
basura y tamarindo; un puesto de periódicos que sólo vendía malas noticias, la
nevería, policías que se la pasaban rascándose la cabeza, un quiosco donde los
gringos se tomaban fotografías con las indígenas, como si las mujeres fuesen
unos macacos, y una acera de restaurantes donde uno terminaba con diarreas
interminables.
Hubiese visto ese mismo zócalo si no fuera porque Mamá Rosy
me hizo un croquis de lo que uno nunca ve.
Entonces vi que, en efecto, la banca que está frente al Oxxo
es para que se sienten las mujeres que buscan niño. Unos metros adelante, a la
derecha de sur a norte, hay otra banca que rodea un árbol. Esa es para las
niñas. Los pederastas lo saben muy bien. Quien busca acción con manos
infantiles tiene que sentarse donde trabajan los boleros; la mercancía llega
sola. En la noche, con sacar el celular y mantenerlo encendido, basta para que
los chamacos se ofrezcan. Ahí está la gorda que vende burbujas, metida en unas
mallas de lycra, al lado de un tipo cuya cara parece retrato hablado de la PGR.
Es la misma a la que tanto las autoridades del DIF municipal como los chicos
ubican como madrota. Vi la lonchería Chilacatazo atestada de indígenas, pero no
vi a gringos. Supuestamente, ahí las indígenas ofrecen a sus hijos a cambio de
comida. Vi al viejo en short y zapatos que se la pasa ejercitándose mientras
escoge a qué chico llevarse. Los extranjeros, sobre todo estadounidenses, comen
en El Kiosco. Se la pasan analizando a los chicos como si fuesen catadores
expertos.
Ni el mosquerío sabía de qué color ponerse por la pena.
***
Alexa, Chucho y El Quemado hunden sus rostros en los platos
donde les han servido un vomitivo alambre de carne al pastor. Estamos en una
taquería por los rumbos del Malecón.
Y como hablarán hasta que terminen de comer, sólo queda
verlos. Sobre todo a Alexa.
Es muy delgada. Dicen que no estaba así. Que de un tiempo
para acá trae diarreas. Su cabello tiene un color pariente muy lejano del
rubio. Es casi negra. Trae una mochilita rosa donde guarda la lata de PVC. Ella
es la menor de los tres: tiene 17 años y una década en la calle. El Quemado y
Chucho, que ya rebasan los 20, contarán luego que la niña es huérfana y que qué
bueno, porque sus padres le pegaban.
–¿Entonces qué quieres saber? –la voz de El Quemado repta
por las paredes.
–Todo lo que quieran contar.
Alexa y Chucho, ya con el estómago medio lleno, se rehúsan a
hablar. Pero El Quemado, quien ha perdido todo escrúpulo, resume la vida de
ambos:
—A Alexa todo mundo se la ha cogido. Y el Chucho ha sido
mayate.
—Cálmate, güey –reprocha Chucho, un tipo bajito que se cree
luchador.
—Es la neta, ¿no? ¿Para qué nos hacemos pendejos?
Hay que decir las cosas como son.
—Pero ya no lo hago con hombres –se defiende Chucho.
—¿Pero le hicistes, qué no?
—Nomás un tiempo, de los ocho a los 14 años.
Alexa se mantiene callada. Nada la hará cambiar de opinión:
dejará que El Quemado cuente lo que quiera.
No le importa.
—Aquí todos hemos sido mayates –dice El Quemado–.
Uno necesita el dinero. Neta que si nos dieran trabajo
dejamos esto, pero como que le valemos madre al gobierno. Ve a la Alexa, toda
puteada. Ve tú a saber si está enferma.
La plática se interrumpe porque el mesero nos ha corrido de
la taquería. La gente que comía en la otra mesa exigió que se largaran los tres
pordioseros y el cliente con más dinero manda.
Camino a las canchas de la CROC, donde los tres duermen, El
Quemado irá contando que ya no tienen tanta ropa desde que un canadiense al que
familiarmente llamó Cris dejó de ir a Acapulco.
—¿Él se las regalaba? ¿Era religioso o algo así?
—No mames, compa, ese cabrón era un pinche cogelón de
morritos. Venía muy seguido al Malecón porque tenía un velero. Ese bato nos
daba un chingo de ropa y las drogas que quisiéramos por acostón.
—¿Y qué fue de él?
—Pues mira: el Cris tenía la maña de pegarles a los morros.
Un día, un cuate al que le decimos El Querétaro no se dejó y le puso sus
madrazos. Lo mandó al hospital. Ya tiene como un año que el Cris no se para por
aquí.
—¿Y qué hay de Alexa? Se ve muy mal.
—Simón. Es el sida, esa morra ya tiene sida. Pero uno no le
dice para que no se agüite.
—¿Y qué hay de tu vida? ¿Por qué te dicen El Quemado?
—Porque cuando era morrito me quemé en la casa del Padre
Chinchachoma. Se me prendió el suéter por andar de cabrón. Tengo toda la
espalda como chicharrón.
—¿Y tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿De dónde eres?
—No, no, no. De mí no vamos a hablar. Además ya te conté
mucho y ni un pinche refresco quisistes comprarme.
El Quemado se fue. Chucho se despidió con una pirueta de
luchador. Y Alexa dijo que odiaba a los reporteros.
***
Jarocho, con sus pies descalzos y su hedor agrio, llevó a
Allison hasta el auto. La niña traía un perfume grosero, el cabello lacio,
estaba bronceada, apenas le estaban saliendo los pechos, y usaba sandalias y
una pulsera de HelloKitty.
—Bueno, yo los dejo –dijo Jarocho con sus 100 pesos en la
mano por haber sido el intermediario y a mí me dio la desesperación.
Allison iba triste o asustada. No avancé mucho. Me estacioné
por la Playa Tamarindos. Estaba por decirle que sólo platicaríamos, y nada más,
cuando una camioneta me echó las luces. Pensé que era la policía. Me imaginé en
la cárcel y en la contraportada de La Prensa. Pero no, era algo peor: una Lobo
blanca doble cabina con vidrios polarizados.
—Es el que nos cuida –dijo Allison y volví a experimentar
uno de esos momentos cuando el mundo parece detenerse.
—¿Y por qué nos sigue?
—Porque quiere ver en qué hotel voy a entrar.
Empecé a sudar y me sentí pegajoso. Lo único que se me
ocurrió fue acelerar. Tan preocupado iba que pasé los semáforos en rojo.
Entonces ahí sí me detuvo la policía. Bajé del auto y, entre murmullos, les
tuve que decir que era reportero y que la niña era parte de la historia. Uno de
ellos, el de mandíbulas potentes, le echó la luz a Allison y ella sonrió de tal
manera que en ese momento hubiese podido venderle cocaína a cualquier cártel.
“Pues si ya le pagaste, cógetela”, dijo el oficial y yo quise romperle la cara.
“Sale, te vamos a dar el servicio”, dijo el otro con su diente de oro como
Pedro Navajas. Ahí reparé que la Lobo blanca doble cabina no estaba. Llegamos
al estacionamiento del hotel.
Cuando Allison, que en realidad se llamaba Gregoria, intentó
bajarse del auto para entrar al local, la paré:
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
Allison arrojó un gesto de incredulidad.
—Primero págame los 300 pesos y pon una canción de Belanova.
—No tengo ninguna de ella. ¿No te gusta U2?
—Pon lo que quieras, pero menos en inglés. Es que me gusta
cantar, eso quiero ser de grande: cantante.
Caifanes se escuchó en las bocinas y ella echó a perder la
canción.
Entonces Allison tomó la palabra:
—Vengo de por allá de Zihuatanejo, allá tengo un novio
europeo que luego viene a visitarme acá. Me trata bien. Me compra lo que yo
quiera. Él me regaló un celular rosita. Nada más que el que nos cuida me lo
quitó, dijo que eso no es para mujeres de mi edad. ¿Esto quieres que te cuente
o algo más cachondo?
—Así está bien.
—Eres bien raro –y le dio una bocanada violenta al cigarro–.
Bueno: pues a mi papá lo mataron y mi mamá está en la cárcel. Creo que se robó
algo, no sé bien. Y como allá mis tíos me pegaban, pues mejor me vine para acá.
Nomás terminé la primaria. Me gusta el color rojo y casi a diario el que nos
cuida nos regala piedra.
Esa soy yo.
—¿Y vives en una casa, rentas un cuarto de hotel?
—Ahora me quedo en la casa del que nos cuida. Somos como
siete y dos chamacos que se la pasan fregando.
—¿Y pueden salir solas?
—Depende.
—¿De?
—Depende.
—¿Y a quién prefieres: gringos, canadienses o mexicanos?
—Depende. Me gustan los que tienen dinero. Una vez un gringo
me llevó a Cancún como un mes. Allá está muy bonito, no sé si conozcas. Aquí,
una pareja me llevó una semana a su casa, nomás para estar con ellos, dormirme
en medio de los dos y nadar sin ropa. No sé si lo sepas, pero cada cliente es
distinto –lo dijo como si hubiese descubierto la rueda.
—¿Qué es lo mejor y lo peor que te ha pasado en este
negocio?
—Lo mejor es conocer gente de todos lados y que además de
pagarte te regalan ropa o piedra. ¿Lo peor?
Cuando nos pega el que nos cuida.
–¿Les pega mucho?
–Nomás cuando anda drogado. En su juicio es muy bueno. ¿Cómo
te diré? Es cariñoso.
Jarocho me había dicho que no me excediera de la hora para
no tener problemas y que dejara a Allison a un lado del bar Barbaroja, que ahí
alguien la recogería. El plazo estaba por cumplirse. Allison se fue cuando Los
Caifanes decían algo así como que “no dejáramos que nos comiera el diablo”.
Cuando amaneció me largué de Acapulco, odiándolo.
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