¿Quiénes compran
sexo?
La prostitución acabó con mi vida y con la de muchas
compañeras que ahora luchamos por recuperarnos.
Por: Otros columnistas 08 de junio 2020 , 09:12 p.m.
¿Quiénes compran sexo? Casi en su totalidad son hombres.
Esto lleva a preguntarnos por las construcciones sociales que existen en torno
a la masculinidad y feminidad en Colombia y su implicación en la sexualidad,
así como su incidencia en las representaciones que perpetúan los problemas que
a diario debemos resolver las mujeres respecto a la autonomía de nuestros
cuerpos.
He visto a muchas mujeres y ‘personas expertas’ hablando de
mí y por las mujeres prostituidas, en los medios de comunicación. Muchas de
estas personas actualmente no se prostituyen, o no cuentan con pistolas en la
cabeza, como nosotras. Yo misma me he sentido recaer, por el acoso sexual que
he vivido, tras el estigma de mi historia. No soy quién para juzgar de qué
viven. Lo que sí les quiero decir a las y los ‘reglamentaristas’ es que no nos
van a someter a un sistema que no nos vea como personas vulnerables sino como
“trabajadoras u obreras”, evitando así que seamos atendidas por el Estado, más
allá de condones y charlas de prevención de ETS.
Las mujeres de la calle, de las zonas de prostitución, no se
van a someter a leyes laboralistas que las obliguen a compartir lo poco que
recaudan de esta violencia para pagar planilla Pila (seguridad social). Una
mujer que se desayuna con cerveza, aguardiente o pepas, no está en condiciones
de decir que lo hace por ‘empoderamiento’. No nos pueden someter a códigos y
normas que descriminalicen el abuso sexual o la trata de personas.
¿Cuál sería la causa de despido en el trabajo sexual? Si el
cliente huele mal o tiene pus en el pene, ¿debo devolver el dinero o acceder a
él porque ya pagó? En el trabajo sexual, como en cualquier trabajo, ¿el cliente
manda? ¿Quién alimentará el creciente mercado que traerá la reglamentación si
no son la trata de personas y la prostitución forzada, como ocurre en Alemania
y Holanda? Siendo el grupo humano con más riesgo de ser asesinado, ¿nos van a
pensionar a los 35 años? ¿El sistema de salud está dispuesto a considerar VIH,
VPH y otras enfermedades, enfermedades laborales, y pensionar a quienes las
contraigan? ¿La selección de personal en la prostitución eliminaría del Código
Penal la inducción a la prostitución? ¿Se expedirán permisos desde el
Ministerio del Trabajo para los menores que quieran ‘trabajar’ en dicha
‘labor’, como se hace con cualquier trabajo? ¿Quienes compran sexo recibirán factura?
¿Nos empadronarán en una base de datos que daña nuestra necesidad de anonimato?
Hablemos de autonomía: ‘¿yo elegí ser puta?’. ¡Sí elegiste!,
me dijo una funcionaria a la cual le pedí ayuda hace trece años. En mi
reflexión pensé: ‘¿Yo lo deseé?’. Elegir es difícil cuando se limitan las
opciones. Por ejemplo, lo elegí con una pistola en la cabeza. Sí. ¡Una pistola!
Una pistola de abuso sexual, traumas, pobreza, migración
forzada, racismo, desigualdad, falta de educación, falta de amor propio...
Fui víctima del conflicto armado y de violencia sexual.
Mucho tiempo nadé sin tregua por recuperar mi vida, salir de la condición de
vulnerabilidad y la explotación; siempre tuve muy poco reconocimiento, pero
solo cuando mi victimario me pidió perdón, autónoma y públicamente, pude sentir
que cerraba un ciclo de dolor que marcó a muchas mujeres víctimas del
conflicto. Nuestro proyecto de vida fue destrozado, y fuimos inmiscuidas en el
mundo de la prostitución.
Esta no es una carta que pretenda despertar lástima. Es una
digna carta que viene a relatar parte de lo que vivimos. Hago parte de una
organización de derechos humanos fundada por mujeres sobrevivientes de la
explotación sexual, prostitución y trata de personas, y soy una sobreviviente.
Trabajamos en los territorios en la promoción de los derechos humanos, la
memoria histórica, la construcción de paz y el acompañamiento a mujeres en
situación de prostitución y sobrevivientes.
Estas mismas condiciones previas, a las que llamo ‘pistola
simbólica en la cabeza’, rodean la vida de las putas a las cuales atendemos y
con las cuales compartimos a diario. Ellas son mi familia.
Tengo la oportunidad de recorrer el país con un proyecto en
el que dicto cursos de derechos humanos. En el día hago los cursos, y en las
noches recorremos zonas de prostitución. No hago mayor cosa que escuchar a las
mujeres, entregar mi número de celular y comentarles que tienen derechos, por
si algo malo les ocurre. Lo que sí queda marcado en mi alma es ver repetir una
y otra vez la misma historia, mi historia de migrante y desplazada, de niños
llorando, de hambre, de rabia, de dolor y de ‘putear’ porque no hay más.
¡Se ven felices en eso, Claudia!, me dice mi acompañante. Le
digo: ‘¡Claro!’. Mañana llevarán –si está todo bien en la calle– comida a los
hijos; además, están tomando alcohol. Le cuento que una de las enfermedades que
más afectan a las mujeres en prostitución son las adicciones, las cuales
coadyuvan a sobrellevar la situación. Después de la charla con ellas, mi
acompañante cambia el rostro, se pone ‘achantado’. Ellas le contaron sobre los
golpes que reciben, que ellas no saben qué pueden encontrar en los ‘clientes’:
afuera pactan sexo vaginal y en la pieza les “dan por el culo”. Ahora, hay que
esperar que tengan erecciones; cuando “no se les para” se ponen bastante
agresivos, comentan. No existe ninguna ley que los haga cambiar, “los manes que
compran sexo son así, vienen a hacer lo que no pueden hacer en la casa”.
Nos ponemos gorra, jean, zapatillas; un poco camufladas para
poder entrar en las residencias y en algunos prostíbulos. Las chicas siempre
nos reciben muy bien. Hemos recibido amenazas y agresiones. Muchas veces
pienso: ‘Si no tiene nada de malo la prostitución como ‘negocio empoderador’,
¿por qué las agresiones?’. Según la Unidad de Protección, al menos siete de
nuestras mujeres lideresas tienen “riesgo extremo por la labor”. Los proxenetas
se ven amenazados por nuestro trabajo, y quienes manejan ‘el negocio’ no son
las mujeres, son rufianes. Por eso, las mujeres prostituidas son el grupo
humano con más probabilidad de ser asesinado.
¿Se puede convertir
en ley una violencia?
Un estudio canadiense demuestra que las mujeres que están
sometidas a la prostitución corren el riesgo 40 veces más grande de ser
asesinadas que el resto de la población femenina.
Alemania es un país que considera la prostitución un
trabajo. También allí se han realizado investigaciones que podrían poner a
reconsiderar esta posición. Por ejemplo, el estudio realizado por Schröttle en
2004. En aquel momento, la mayoría de las mujeres en la prostitución eran
alemanas (80 %). A la vista de estas cifras, no se puede decir que sea un
trabajo como los demás: el 92 % sufrieron acoso sexual; casi el 90 %, violencia
física y mental, y el 59 %, violencia sexual. Hoy en día, solo el 5 % de
mujeres “que trabajan en la prostitución” son alemanas y el 95 % son migrantes
de países del Sur global y Europa oriental, es decir, las más pobres.
Un medio nacional entrevistó a la sicóloga alemana Ingeborg
Kraus, quien actualmente es sicoterapeuta de víctimas de trata y prostitución.
Ella es experta en el tema y fue consultada para conocer los resultados de la
reglamentación de la prostitución en Alemania. Afirmó que actualmente no hay
registros oficiales sobre cuántas mujeres se dedican a la prostitución en
Alemania, pero estima que sean más de 400.000 mujeres quienes se dedican a esta
actividad. Explicó que gran parte son extranjeras. No existen registros, lo
cual es el principal propósito de la reglamentación. Los testimonios de las
mujeres en Alemania, documentados por respetados diarios europeos, muestran que
la tarifa plana “sexo, cerveza y salchicha por 15 euros” es la naturalización
de la violencia extrema contra las mujeres y solo protege “el derecho” de los
varones a comprarlas.
Finalmente, considerar la prostitución un trabajo y no una
“situación” por la cual cualquier mujer puede pasar beneficia a quienes se lucran de sus cuerpos o descargan
su misoginia sobre ellas.
“Un día un tipo entró en un burdel y dijo que había dudado
entre ir a la carnicería o invertir su dinero en pasar un rato con nosotras. No
nos ven como personas, sino como trozos de carne”, dice Sandra Norak,
exprostituta de Alemania, quien ahora lucha por los derechos humanos de las
mujeres.
Hablemos de nosotras
y de nuestro país
Medicina Legal en Colombia, en su Boletín Epidemiológico,
documenta que el 50 % de mujeres en condición de prostitución asesinadas solo
contaban con grado de escolaridad primaria. No somos nuestros títulos, pero, en
definitiva, la educación podría representar condiciones de favorabilidad para
el desarrollo personal de nosotras. Recuerdo cuando me gradué del Sena: hice un
pregrado en Tecnología de Producción Multimedia. Pasar hojas de vida con
capacidades instaladas me abrió la posibilidad de soñar y de sentir que yo
valía más que un simple cuerpo.
El estudio sectorial ‘La prostitución como problemática
social en el Distrito Capital’ explica que “la mayoría de mujeres en
prostitución vienen de grupos marginados con una historia de abuso sexual,
dependencia de las drogas y el alcohol, pobreza, ausencia de respaldo familiar,
carencia afectiva, analfabetismo, desplazamiento, por la necesidad de tener que
mantener una familia, el conflicto armado y un gran número de vulnerabilidades
asociadas”. Aquí retomo mi tesis de la pistola simbólica en la cabeza de las
mujeres.
Con condiciones previas de abuso sexual, drogas,
discriminación, pobreza y todo lo que habla el estudio de la Personería
Distrital, ¿es posible determinar que es un trabajo voluntario, o estamos
frente a una voluntariedad viciada?
Estoy aquí escribiendo una carta a ustedes, porque creo que las personas en situación de prostitución
merecen una protección especial de sus vidas. Pero proteger no significa
legalizar una violencia atada a una cultura patriarcal. Nunca un ‘trabajo’ nos
hizo tanto daño como la prostitución.
La mujeres feministas, abolicionistas, lideresas y del común
que nos acompañan en la lucha saben que abolir la prostitución es entregarnos
opciones y permitirnos ser libres, no criminalizarnos. La mayoría de ellas se
hicieron abolicionistas luego de conocer nuestras historias, de acompañar
nuestras crisis, de defendernos en los juzgados, de ir a la cárcel a ayudar a
alguna de las nuestras. Pero, sobre todo, se hicieron abolicionistas porque
sienten nuestro dolor.
Una abogada a la que atiborramos de derechos de petición y
tutelas para defender nuestros derechos, una sicóloga a quien cada noche
llamamos cuando alguna chica está en crisis, nuestras mamás (donando muebles y
cobijas para nuestra casa refugio). Es fuerte sentir el apoyo hasta de
excombatientes de grupos armados de uno y otro bando dando ánimo y difundiendo
en redes nuestras campañas; mujeres de la política que, quizás fuera de sus
funciones, hacen cartas que nos ayudan para que nos atienda el médico; la
señora que recibe a las mujeres en Migración Colombia y les ve las huellas de
la prostitución en sus cuerpos; mujeres empresarias que nos dan plata para
comida o calzones cuando tenemos una compañera que recién salió del prostíbulo;
las que nos dan trabajo así la embarremos una y otra vez; algunas mujeres
policías que nos acompañan a denunciar los abusos de sus compañeros; la señora
del pollo que recibe y atiende los pedidos del refugio y siempre dice “le mandé
una pechuga de más para los hijos de las muchachas”: esas son las
abolicionistas.
La prostitución acabó con mi vida y con la de muchas
compañeras que ahora luchamos por recuperarnos de las secuelas. Fue una vida de
dolor. Ahora que soy profesional, que cumplo mis sueños, aún sigo recuperándome
de las secuelas sicológicas que dejó en mi vida esta situación; la zona de
tolerancia no es un lugar de empresa: es un lugar de abuso, de suciedad, de
abandono; donde los dueños de los prostíbulos y ‘pagadiarios’ ponen orden.
Recorrer el barrio Santa Fe, a una persona con mínima empatía le causa estupor
y dolor.
La trata de niñas y niños es mayor. Los clientes cada día
quieren más. Les gustan las ‘lolitas’, la exigencia es cada vez mayor. No
podemos envejecer, porque somos menos cotizadas; porque el cliente, el hombre,
siempre quiere a una joven para satisfacer sus deseos.
Le dije a la Corte Constitucional algo que Alexandra, una
compañera de nuestra organización, dijo: “Claudia, ¿para qué culos quiero
derechos laborales en un país donde NADIE tiene derechos laborales? Que nos den
al menos derechos humanos”. Y añade: “Eso es un pajazo mental”. Sin duda tiene
razón. La precarización está a la orden del día, pero seguramente la señora de
los tintos o la vendedora ambulante no corren el riesgo, que corremos nosotras,
de sufrir desgarros por la actividad sexual exacerbada, ni de ser contagiada
con VIH. Es un trabajo duro, sin dudas, limpiar pisos; y a muchas no nos gusta
porque las condiciones previas de abusos nos facilitan el estar
hipersexualizadas, desnudarnos y aguantar hombres encima. No es gusto, es
simplemente “una pistola simbólica”. Ahora todos hablan de la “amiga” o “la
mujer que escribió la columna” y les gusta. Pero ¿por qué no dejamos de tirar
la conceptualización sobre las mujeres? ¿Por qué no cuestionamos a los hombres
demandantes de la industria sexual? ¿Es deseable, realmente, para una mujer
pensar que su padre, hermano, esposo o hijos, compran sexo?
Si es chévere y ‘empoderante’, ¿por qué lo hacen
mayoritariamente los pobres? ¿Quién compra sexo y por qué?: es tímido, tiene
una triste soledad o duelo, es discapacitado, no quiere compromiso (son las
razones que argumentan). ¿Bastan esas razones para que los derechos humanos de la
mitad de la población se vulneren para, finalmente, desahogar o salvar a los
varones de sus dolencias?
No es un ring de boxeo, es solo la necesidad de ver más allá
de lo que muestran los medios de comunicación, que apoyan una industria
poderosa que ve en nosotras un peligro y que a mí, hace dos años, intentó
asesinarme con tres balazos.
Claudia Yurley Quintero
Defensora de derechos humanos, directora de la Corporación
Anne Frank corporacionannefrank@gmail.com
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