15 de diciembre de 2019
Los orígenes de la prostitución en la Argentina moderna
La prostitución se multiplicó en la segunda mitad del Siglo
XIX.
Por Alberto Lettieri, especial para NOVA
Si bien la prostitución existió desde los tiempos coloniales
en el Río de la Plata, su práctica se multiplicó en la segunda mitad del Siglo
XIX, cuando se registró una inmigración masiva masculina que estableció una
relación de cuatro hombres por cada mujer mayor de 14 años.
Este desequilibrio demográfico se combinó con la
pre-existencia de una cultura sexual heterosexual, machista y conservadora, que
confinó a las mujeres “decentes” al ámbito de lo privado.
La creciente demanda de servicios sexuales reclamada por los
inmigrantes hacinados y sedientos de sexo favoreció la proliferación de
cafishios, amparados por la institución policial y la Justicia de la época. Los
burdeles y explotadores de mujeres eran abastecidos por una red de trata de
mujeres que conseguía a sus víctimas en diversos lugares de Europa, principalmente,
a través de promesas de casamientos o matrimonios que celebraban los propios
traficantes con nombres falsos. Una vez llegadas a destino, las mujeres –sin
conocimiento del idioma ni amparo alguno-, eran obligadas a ejercer la
prostitución, estableciéndose un circuito de rotación que incluía a toda
América Latina.
Si bien desde la moralina social se sacralizaba la familia
nuclear y se condenaba el comercio sexual, en la práctica, las condiciones de
desequilibrio entre hombres y mujeres lo potenciaba constantemente. Eran pocos
los matrimonios por entonces, sobre todo celebrados en los segmentos de las
clases medias y altas. Buenos Aires era una especie de Nueva Babilonia, donde
se escuchaba multiplicidad de lenguas y los vínculos sociales y afectivos eran
subordinados a intereses económicos individuales. Los inmigrantes querían
“Hacer la América” y ya tenían sus novias o esposas en sus lugares de origen,
por lo que sólo aspiraban a obtener dinero para enviar a sus familias o bien
ahorrarlo para el momento de su retorno. Aunque el éxito, a menudo, no los
acompañara.
En los ámbitos rurales, las mujeres indígenas a menudo
estaban obligadas a su ejercicio y eran muy codiciadas por los consumidores
blancos. A diferencia de sus congéneres blancas, las indígenas tenían un grado
de libertad sexual mucho mayor, ya que no practicaban la monogamia ni existía,
en general, un orden patriarcal estricto. Las mujeres indígenas actuaban por su
cuenta, elegían a sus clientes y eran mucho más cuidadosas en su arreglo
personal y la utilización de adornos que las prostitutas blancas urbanas, que
eran sometidas a jornadas inagotables de trabajo por sus explotadores para
incrementar sus beneficios.
En el caso de las mujeres indígenas, era frecuente la
práctica de la bisexualidad, y también contaban con mayor capacidad de decidir
sobre el curso de sus embarazos, al no estar sometidas a los mandatos
culturales de la Iglesia Católica.
La situación de las mujeres blancas criollas y blancas que
no pertenecían a las capas medias era desoladora. Sus posibilidades de trabajo
se limitaban a tareas de limpieza doméstica o en fábricas hacinadas que, por un
magro salario, incluían a menudo la utilización sexual por parte de sus
patrones o capataces. Esta situación llevó a menudo a las mujeres al suicidio,
como única vía para escapar de las alienantes condiciones de maltrato,
explotación, abusos y violaciones constantes que recibían, al no tener
posibilidades de conseguir respaldo alguno.
La oferta de servicios sexuales nunca resultaba suficiente
para la demanda de los varones cebados, sobre todo para los más pobres, que no
alcanzaban a juntar los módicos dineros que cobraban las prostitutas más
baratas. Por esta razón, se difundieron otras formas de ejercicio de la
prostitución, aún más sórdidas, consistentes en la prestación de servicios
sexuales –oralidad, sexo anal- por parte de jóvenes varones desocupados o con
empleos miserables. Estas formas de sexualidad se practicaban habitualmente en
oscuros callejones o baños públicos, y a menudo iban acompañadas de golpizas o,
incluso, de asesinatos de los denominados “maricas”.
Nota: la imagen está en el original
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