Este artículo fue publicado en 1936, en un
momento histórico muy diferente al presente, sin embargo encontramos muchas de
las ideas que aún se enarbolan y ya claramente planteado el conflicto entre
abolicionismo y reglamentarismo.
También muestra como ya entonces los
proxenetas y tratantes hacían decir a las mujeres explotadas que lo hacían “por
propia voluntad”, que eran autónomas.
No ha agregado, quizá porque en aquel
entonces era raro, el sometimiento por drogadependencia o por amenazas a los
hijos.
Vemos que los tiempos han cambiado, pero no
los procedimientos, la violencia descarnada y la complicidad de los estados y
los puteros-“clientes”.
La historia pasada y la actual nos indica
que regulando o reglamentando la prostitución nada cambia, solamente se maquilla
para convertirla en una cara mejor vista socialmente y capaz de
irresponsabilizar a prostituidores, sus familias y en definitiva a toda la
sociedad porque ya no será una cuestión a resolver, un problema social, sino “un trabajo como cualquier otro”.
Alberto B Ilieff
¡Prostitutas!
Artículo publicado por Luis Hernández
Alfonso en el número 149 de la revista valenciana
«Estudios», correspondiente a
enero de 1936.
Javier Vanegas |
Los escritores decadentistas –sin excluir,
naturalmente, al gran Verlaine– han entonado cánticos en loor de esas
desventuradas mujeres que esperan (en las oscuras calles y en los sórdidos
tabucos, unas, y en las lujosas e iluminadas salas de los cabarets o en
perfumados salones, otras) la llegada del macho que, a cambio de la pasajera y
mecánica posesión de su cuerpo, les entregue unas monedas con las cuales
satisfacer sus necesidades perentorias y, alguna vez, sus caprichos. En torno a
tan lamentable comercio –el que más hondamente hiere la dignidad humana– se
alza una aureola de frivolidad falsa, mezclada con un fatalismo venenoso.
Poetizar algo tan denigrante, justificar
como fuere un acto que es síntoma vivo de una terrible lacra social, es cometer
un verdadero delito de lesa humanidad. Es preciso desvanecer esa leyenda
dorada, rasgar los velos que nos ocultan la verdad; proceder, en suma, como el
médico que pone al descubierto una llaga para cauterizarla. No se combate un
mal ocultándolo. Hay que ahondar en él como el cirujano al desbridar una herida
que tiende a cerrarse en falso.
Esto es lo que nos proponemos. Y al
acometer la empresa procuramos actuar de una manera objetiva, prescindiendo –en
la medida posible– de nuestro personal criterio.
Refutemos, ante todo, un argumento que
suele esgrimirse con frecuencia y que sirve no pocas veces para sembrar la
confusión en torno a conductas incalificables. No se trata de parangonar la
prostitución con la libre relación sexual. Aquélla y ésta no tienen ninguna
semejanza. El doctor Díez Fernández (1) ha sostenido –con razón evidente– que
la castidad no es «abstención», sino «limpieza de móviles», impulso sano,
ejercicio normal y franco de funciones lícitas de acuerdo con las normas de la
Naturaleza.
La prostitución, por el contrario, es una
subversión de las leyes naturales, una malversación de energías útiles. La
prostituta no utiliza su sexo de un modo natural, es decir, para la
satisfacción de las necesidades sexuales de su organismo, sino como instrumento
o medio de ganar lo suficiente para satisfacer todas sus necesidades. Y no sólo
se produce así el mal uso de sus órganos genitales, sino que, por la excitación
que provoca en los hombres –medio de aumentar sus clientes– hace que éstos
realicen el acto sexual sin espontáneo deseo.
El amor libre es algo radical,
fundamentalmente distinto. Dice el doctor Iwan Bloch que «el amor libre pondrá
un freno mucho más duro al desordenado comercio carnal ilegítimo que el
matrimonio, tal como está hoy constituido, y, sobre todo, lo ennoblecerá» (2).
El ilustre doctor alemán alega, en apoyo de sus afirmaciones, argumentos de tal
fuerza lógica, de tal evidencia, que no cabe refutación alguna.
Mas no es preciso aducirlos aquí para
nuestro propósito. La prostitución carece de la cualidad fundamental del amor
libre: el desinterés. No tiene espontaniedad, no es, en suma, libre, sino
forzado: para la mujer, por la triste necesidad de vender caricias; para el
hombre, por la no menos triste necesidad de comprarlas. Se dice que la
prostitución es la consecuencia inevitable de la civilización. Falso. Falso y,
además, inicuo. No es consecuencia de la civilización, sino de una aberración
de ella, de una injusticia de ella; es producto de una organización económica
que no sólo hace posible, sino inevitable, la transformación de las funciones
sexuales en negocio o, simplemente, medio para ganar la vida.
Para examinar esta abominable y dolorosa
plaga con la serenidad que un acertado juicio exige, debemos dejar bien
aclaradas las diferencias entre ella y el amor libre; despojémonos de
prejuicios, originados, cuando no por un interés egoísta de los que disfrutan
de privilegios, por una lamentable confusión, favorecedora de la continuación
de éstos.
En el amor libre, hombre y mujer se
entregan por inclinación recíproca, sin coacción alguna, en cumplimiento de
leyes naturales que, como todas las de igual fuente, son justas, limpias,
verdaderamente morales. Del amor libre nace la felicidad.
La prostitución es, por parte de la mujer,
la función sexual como oficio; por la del hombre, la mecánica satisfacción de
una necesidad, como recurso. Ninguna relación que no sea mera y mezquinamente
animal; sin sentimiento que la ennoblezca, sin espontaneidad. De la
prostitución nace la dolencia, la degeneración, la desgracia.
La sociedad burguesa y mojigata que cuanta
menos moral practica más alardea de ella, abomina de la prostitución mientras
la produce, la fomenta y le rinde vasallaje. Los sesudos varones, espejo de
caballerosidad, que constituyen juntas de moralidad, suelen privadamente
contribuir al aumento de la prostitución, mantienen queridas y se oponen
abiertamente a todo cambio de la sociedad que entrañe el peligro de acomodarla
a una ética natural y efectiva.
Las diatribas que contra las prostitutas
lanzan no son, a fin de cuentas, sino un medio de disimular sus disipaciones y
una injusticia más que añaden a las que pesan sobre su conciencia. Y a reacción
–equivocada por su sentido– obedece esa glorificación a que se dedicaron los
decadentistas; reacción que obedece a un principio de alto valor moral, pero
que lleva a ensalzar esa plaga en lugar de conducir a combatirla de un modo
realmente justo, esto es, suprimiento sus causas, entre las que figura, con
rigor extremado, la miseria con su cortejo de hambres, privaciones y vejámenes.
La
prostitución y sus clases
No es éste lugar para el maduro examen de
definiciones ni disponemos del espacio preciso para trazar, por brevemente que
fuera, un resumen histórico de la prostitución. Ocasión tendremos de exponer,
con el necesario detalle, nuestro modo particular de entender el problema. Nos
proponemos hoy hacer llegar a nuestros lectores diversos aspectos de la
prostitución moderna. Mas como no nos guía el morboso afán de exhibir facetas
frívolas, propias de revistas superficiales, muy respetuosas con el orden
social establecido y con la gazmoña moralidad al uso, forzosamente hemos de
indicar las fuentes actuales de la prostitución, las circunstancias que en ella
concurren y las que rodean la vida de las desventuradas mujeres que la tienen
como profesión.
Muestrario
de un burdel
No afirmaremos, como Pappritz, Blaschko,
Keben (3) y tantos otros ilustres investigadores, que la prostitución sea
únicamente producto de circunstancias económicas; pero sí aceptaremos con Bloch
que «nuestra vida sexual está tan íntimamente unida a la cuestión social, que
su reforma implica irremisiblemente la de las circunstancias económicas». Es
indiscutible que no pocas muchachas que trabajan por un jornal mísero ceden a
las insinuaciones de quienes les ofrecen bien un suplemento de salario, bien
una remuneración mucho más elevada, por algo que no es un trabajo propiamente
dicho.
No creemos que nadie niegue la existencia y
la importancia de este comienzo de prostitución. Los moralistas a ultranza (?)
fulminan anatemas contra «el vicio», el «afán de lujo» y la «pereza» de las jóvenes
obreras que cambian la aguja por la protección de un caballero (a quien, dicho
sea de paso, eximen de responsabilidad) que satisfaga sus necesidades. Basta
recordar lo que, sobre esto, escribió Max Nordau en su célebre libro Mentiras
convencionales de la civilización (4) para encontrar la réplica adecuada.
La
policía, en acción moralizadora
En efecto: la sociedad burguesa, moralísima
cultivadora de las buenas costumbres, actúa en virtud de normas originalísimas.
Si un casero, por ejemplo, no percibe de una mujer, inquilina de su finca, el
alquiler estipulado, procederá a desahuciarla; mas si esta mujer, vendiéndose a
cualquiera, le paga, la tratará con las máximas consideraciones. Eso sin
perjuicio de abominar de la prostitución. Lo mismo hacen el panadero, el
carnicero, el zapatero, etc.
Se le exige a la mujer virtuosa que padezca
los rigores de la miseria, la privación permanente de lo superfluo y de lo
necesario. Y, al mismo tiempo, se permite que la no virtuosa satisfaga sus
necesidades y sus caprichos aunque para ello se prostituya. La sociedad quiere
que las mujeres sean honestas; pero, al mismo tiempo, les impone la necesidad
de que no lo sean cerrándoles todos los caminos menos ése.
Por todo ello hay prostitutas en diversas
clases sociales: las hay en las altas cuando sienten la pasión de joyas, pieles
costosas, autos; en las burguesas, atenidas a sueldos o rentas insuficientes,
y, con más razón, en las obreras que disfrutan de un salario mísero e inseguro.
No son prostitutas únicamente las que hacen vida en los prostíbulos o las que
aguardan por las noches en las esquinas callejeras la llegada del hombre que ha
de comprar sus favores. Lo son también las mujeres casadas que obtienen de sus
amantes la solución de problemas económicos de su hogar; y las empleadas que,
merced a esos actos, pueden vestirse con alguna comodidad; y las obreras que se
aseguran mediante dádivas de amigos lo que precisan para el sustento.
Tan absurda es la vida social
contemporánea, que no es raro el caso de un hombre que, conocedor de las
dificultades pecuniarias de su casa y viendo que éstas se resuelven sin su
intervención, descarga su furor contra su mujer si descubre infidelidades
gracias a las cuales puede vivir la familia. Prostitución es, y de las más
crueles, porque se realiza por la mujer en un terrible sacrificio.
Es cosa comprobada que infinidad de
prostitutas proceden de las filas del servicio doméstico. Las criadas,
asediadas constantemente por el amo o por sus hijos, en la alternativa de
aceptar sus proposiciones o perder la colocación, sucumben muchas veces;
empezado el camino, es difícil detenerse en él. Si la falta se descubre, la
señora despide a la sirviente y, con ello, el orden queda restablecido y la
moral se restituye al hogar. Abandonada a su suerte, embarazada tal vez, la
criada ha de resolver su problema. La prostitución, pública, de mancebía o
callejera, le brinda un «modus vivendi» al que suelen acogerse.
Antes
de ejercer el oficio, y dos años después
Suele clasificarse la prostitución en
pública y clandestina: la primera es la de prostíbulos y la callejera; la
segunda, la que ejercen mujeres que no están consideradas oficialmente como
prostitutas (camareras, tanguistas, empleadas y obreras protegidas, señoras
casadas que tienen varios amantes, etc., etc.). Es cosa comprobada por la
experiencia que la mayor parte de las contaminaciones venéreas y sifilíticas
proceden, en su mayoría, de la prostitución clandestina, no sujeta a la acción
profiláctica oficial. En cambio, la prostitución pública tiene múltiples
características que la hacen condenable.
La
vida de las prostitutas
La mujer que adopta como profesión el
alquiler de su cuerpo ha de optar, dentro de la prostitución pública, entre la
vida de mancebía y la independiente. En el primer caso es ignominiosamente
explotada por la dueña del prostíbulo; hay ocasiones en que no existe otra
retribución que la comida. Por eso las prostitutas prefieren dedicarse a su
«trabajo» de manera libre, para no tener que abandonar a otra persona la mayor
parte de lo que ganan.
La existencia de las mancebías tiene
aspectos verdaderamente repugnantes. La humillación constante de las pupilas,
obligadas a presentarse «en rueda» para que los clientes escojan la que más les
agrade, se convierte en algo que, por lo repetido, llega a parecerles natural.
La favorecida debe yacer con el que paga, joven o viejo, sereno o borracho,
normal o anormal. Y, si no quiere verse precisada a marcharse de la casa, tiene
que complacer al parroquiano satisfaciendo sus caprichos, practicando sus aberraciones.
Renunciamos a describir con mayor detalle
las circunstancias en que se desenvuelve, con monotía exasperante, la
existencia de las infelices pupilas. Sus escasos ingresos se ven mermados por
la compra de telas, perfumes y baratijas que les ofrecen los vendedores que,
dando facilidades de pago, cobran sus mercancías con un recargo del cien por
cien sobre el precio corriente.
De la situación de las pobres mujeres en
esas casas puede formarse idea recordando lo que se supo en el famoso proceso
de Regina Riehl, famosa dueña que, merced a la lenidad de la policía, no sólo
retenía a sus pupilas contra la voluntad de las mismas, sino que las castigaba
corporalmente y no les daba otro pago que la comida. Esto ocurría no en lejanas
épocas –como podría suponerse en pura lógica–, sino en 1906, esto es, hace
apenas treinta años.
Cuando el cliente lo desea, la infeliz ha
de pasar con él toda la noche, renunciando a descansar y soportando malos
tratos e impertinencias. Así las mujeres que viven en casas de lenocinio
envejecen y se ajan prematuramente. Ruedan de una mancebía a otra inferior
hasta que, perdidos sus encantos, no son admitidas en ninguna.
A la
caza del cliente
Si se exceptúa la mayor ganancia, no es
mucho mejor la suerte de las prostitutas callejeras. En cualquier época del
año, con frío o calor, llueva o nieve, ha de pasear su tedio por las
callejuelas oscuras, desde el anochecer hasta que logra lo suficiente. Tiene
muchas competidoras, tantas, que no pocas veces ha de retirarse de madrugada
sin haber conseguido ganar para comer al día siguiente. Para evitarlo se
esfuerza en conquistar como fuere al transeúnte, degradándose con aberraciones
que sirven de aliciente a los hombres remisos. Ofertas que llegan a extremos
insospechados.
Sin la higiene más elemental, efectuando el
acto sexual con desconocidos, temprano o tarde sufrirá una contaminación
luética que le impedirá seguir su triste oficio. Los efectos de estas
enfermedades son bien conocidos, aunque quizá no tanto como debieran.
Diariamente vemos por ahí a verdaderas ruinas humanas que un año antes fueron
mujeres jóvenes y atrayentes.
Y como la actual organización social es
radicalmente injusta, las desventuradas que rodaron tan bajo ven pasar en
lujosos automóviles a otras mujeres, tan prostitutas como ellas, pero que, con
más suerte, han logrado adquirir pieles, joyas, acaso un hotelito o el mismo
auto desde el que parecen desafiar la miseria ajena. Artistas que, lanzadas por
un rico protector, utilizan el reclamo del escenario para vender sus caricias a
buen precio; muchachas de buena familia que se sirvieron de sus relaciones
sociales para buscar un amigo acomodado; señoras casadas que se prostituyen
decentemente para satisfacer lujos que el sueldo o la renta del marido no
pueden pagar; viudas que, teniendo pensión, con la que viven humildemente, se
ayudan tomando amantes que les proporcionan comodidades y caprichos.
Las mujeres de la calle ven cómo esas
prostitutas viven sin apuros, sin la amenaza del hambre, sin el tormento del
frío, rodeadas del inmerecido respeto de los revenciadores incondicionales del
éxito. Moralmenet son iguales todas. Pero el mundo sólo distingue dos clases de
gentes: la que tiene dinero y la que carece de él. Por eso las de automóviles,
pieles y hotel son señoras, y las que viven en prostíbulos o esperan a los
hombres en las esquinas, son mujerzuelas.
Unas viven en casas cómodas, tienen
criados, visten a la moda, frecuentan las salas de espectáculo, veranean en las
playas de lujo. Para eso están las cuentas corrientes del marqués de A., del
Banquero B. o del estadista C. Llegan incluso a ejercer decisiva influencia
sobre los magnates de las finanzas y de la política. Si saben precaver posibles
contingencias, se aseguran un porvenir en previsión de una ruptura o un
abandono.
Las otras viven al día, sin esperanza de un
futuro mejor; al contrario, sólo pueden esperar, con el desgaste fisiológico
inseparable de su oficio, una depreciación de sus gracias. Vendrá entonces,
cuando no basten los afeites para disimular su avejentamiento prematuro, el
lanzas sus ofertas al viandante desde las zonas de oscuridad, a las que no
llegue la luz descubridora de rostros marchitos y cuerpos fofos. Vendrá, con
esto, la necesidad de practicar aberraciones sucias y repugnantes, para brindar
a los clientes algo que no suelen darles las jóvenes y lozanas, a quienes les
basta con entregarse normalmente. Si por azar (ya que las fuentes de la
maternidad se secan en las prostitutas, que han de yacer cinco o seis veces
cada día con hombres diferentes) conciben un hijo, el problema se agudiza en
términos terribles: ¿conservar el hijo, ejerciendo la prostitución? Las
dificultades son insuperables. ¿Desprenderse de él, abandonándolo a la caridad
oficial? Aunque madres involuntarias, son madres al fin y no son ajenas al
sentimiento más puro que han encontrado en su vida dolorosa.
Serán siempre víctimas de quienes las
prostituyen primero y las desprecian después, por ser prostitutas. Vivirán al
margen de toda consideración social; sólo sabrán que hay leyes porque en nombre
de ellas se las perseguirá, se les impondrán arrestos y multas. Los mismos que
las buscan para desahogar en ellas sus apetitos, las desprecian un minuto
después de satisfechos.
Sometidas a esta constante humillación,
hartas de entregarse mecánicamente a cuantos paguen, buscan –y, por desgracia,
encuentran– a un hombre con el que disfrutar del goce sexual, un hombre que
puedan considerar como suyo. Lógicamente, el que soporta la prostitución de su
novia no suele ser un hombre de escrúpulos morales; es el aventurero, el
maleante (ladrón, carterista, timador), el vago profesional que, conocedor de
la necesidad que la prostituta siente de un rincón de afecto, de un poco de
amor verdadero, se deja querer, cobrando al mejor precio posible sus favores.
La
sociedad las fomenta y las castiga
El novio (es decir, el chulo) es, entre las
prostitutas, una institución. Viven bien; ellas les pagan sus necesidades y sus
vicios; beben, fuman, presumen… Y si no obtienen lo que estiman suficiente,
menudean los golpes y, no pocas veces, relucen las navajas, y la sangre de las
infelices salpica las paredes y empapa lechos de burdel. Estos crímenes
seudopasionales, de asquerosa etiología, verdadera plaga en la vida de las
grandes ciudades, son tan frecuentes que no necesitaremos recurrir a las
estadísticas para que el lector comprenda su importancia como mal de la
colectividad.
Evidentemente, con diferencias debidas a la
distinta categoría social de los personajes del drama, el chulo se da en todos
los casos de la prostitución. Rara es la mujer elegante prostituida que, para
compensarse de su actividad sexual forzada, no tiene un «amant du cœur» (amante
del corazón), como se les llama en Francia a los que disfrutan del amor
verdadero de una dama que tiene otros.
Con frecuencia un joven de buen porte,
distinguido y mundano, posee las caricias… y el dinero que una mujer de buena
sociedad obtiene de su marido y de otros amantes. En estos casos (que hasta
aquí hay injusticia), el chulo, que no quiere comprometer su posición social,
no suele maltratar a su amante ni provocar escándalos que derrocarían su
inmerecido prestigio de hombre digno. Tampoco faltan, en fin, los maridos que
ejercen funciones de chulo, permitiendo, cuando no provocando o favoreciendo,
la prostitución de su esposa para disfrutar de los beneficios materiales que de
tal modo se obtengan. Y también ocurre, a veces, que esos maridos, bien por un
resurgimiento extemporáneo de su amor propio o por exacerbación de su egoísmo
defraudado, maten a su mujer para vengarse de un deshonor en el que hasta aquel
momento no habían reparado. Abundan también estos vulgares crímenes de
flamenquería, disfrazados de pasionales.
Conclusión
En burdeles, en cafés cantantes, en
cabarets, en salones de té, en cafés (desde el modesto bar hasta el más lujoso
establecimiento), en las calles de las ciudades populosas, las meretrices,
públicas o disimuladas, buscan clientes. Desde la liaison elegante y dorada
hasta el brutal convenio de quince minutos, la prostitución constituye una
plaga inmensa, que desmoraliza los espíritus y degenera y enferma los cuerpos.
Millares de mujeres y no pocos hombres viven de ella. Se practique en casas de
lenocinio, en casas de citas, hoteles o casas particulares que ceden
«habitaciones discretas», pupilas, meretrices independientes, busconas,
cocottes de alto vuelo y demimondaines devoradoras de fortunas mantienen el
bochornoso comercio de la prostitución. Adopta ésta, en la actualidad, formas
variadísimas. Se anuncia en los diarios de peregrinas maneras: hay masajistas,
manicuras y callistas que jamás conocieron las más elementales reglas de
semejantes profesiones; señoras casadas, viudas o huérfanas que solicitan
préstamos o protección de caballeros distinguidos y reservados. Quién pide
cooperación para mantener un negocio; quién ofrece cuidados domésticos; quién,
finalmente, se titula bella mecanógrafa, secretaria o profesora de idiomas.
La prostitución, opinan los más
inteligentes y laboriosos investigadores, es causa de incontables desgracias.
La experiencia de médicos, higienistas y legisladores ha demostrado
elocuentemente que a ella puede atribuirse un elevado porcentaje de calamidades
en la sociedad moderna y la casi totalidad de los padecimientos venéreos y
sifilíticos, amén de abundantes casos de alcoholismo, epilepsia, locura,
degeneración hereditaria y toxicomanía. Conduce frecuentemente a la inversión
sexual y a otras aberraciones lamentables.
La vida de las prostitutas, exceptuando el
escasísimo número de las que logran fortuna, es bastante inferior a la de
muchos animales, puesto que ellos no han de someterse a prácticas contrarias a
la Naturaleza. Lejos de mejorar su condición, las medidas policíacas adoptadas
en múltiples lugares sólo han servido para empeorarla, porque no van dirigidas
contra la prostitución (considerada oficialmente como necesaria),sino contra
las prostitutas. Las disposiciones no tienden a suprimir ese comercio carnal
bochornoso; van encaminadas a restarles publicidad. Se hace con las mujeres
públicas lo que con los mendigos: se las persigue; se las confina a
determinados barrios; se las detiene cuando deambulan por las calles antes de
la hora fijada. Pero no se combate la raíz del mal. Y esas persecuciones serían
justas si la sociedad hubiera hecho innecesaria la prostitución.
Se han emprendido cruzadas internacionales
contra el monstruoso negocio, también internacional, de la trata de blancas,
proveedor de carne nueva de los prostíbulos, organización que recurre a todos
los procedimientos para mantener sus actividades; se han ensayado diversos
sistemas y se ha discutido extensamente si era mejor el de reglamentar o el de
tolerar el ejercicio libre de la profesión. Nada se ha conseguido, porque no se
cura una dolencia atacando sus síntomas, sino destruyendo su origen.
Hay, pues, que transformar hondamente la
sociedad, facilitar las uniones normales y espontáneas, suprimir la miseria, la
injusta desigualdad económica y de trato. Cuando esto se logre la prostitución
perderá su carácter actual; quedará, tal vez, como vicio, como aberración
condenable, y podrán ya adoptarse contra ella, sin daño alguno de la justicia,
las medidas más contundentes y rigurosas.
Mientras esto no suceda, los sesudos y
respetables señores, fomentadores en privado y detractores en público de esa
plaga, no pasarán de ser hipócritas comediantes que disimulan con injusticias
secundarias otra mayor y más honda, a cuya perpetración contribuyen de no
escasa manera.
Nuestra pluma no perseguirá a las
desventuradas prostitutas, ni tampoco se moverá para contribuir a una
glorificación que nos parece contraproducente y estúpida. Escribirá, sí, tanto
como pueda, contra una organización social que, tras de inmolar a sus miembros
más débiles, los fustiga y los desprecia.
firmalha.jpg
—
[1] El doctor Carlos Díez Fernández fue en
efecto autor, entre otras, de una obra titulada precisamente Castidad. Impulso.
Deseo, publicada en 1930 por Javier Morata, editor también de varias obras
originales y traducciones de Luis Hernández Alfonso. Firmó junto con otros
intelectuales el Manifiesto de la Alianza de Escritores Antifascistas para la
Defensa de la Cultura, publicado en «La Voz» el 30 de julio de 1936, sólo unos
días después del Alzamiento faccioso. El doctor Díez Fernández moriría fusilado
por los franquistas. Debemos a la amabilidad del profesor Marc Reynés,
estudioso de la obra y figura de María Zambrano, la confirmación de que estuvo
casado con Araceli, la hermana menor de la filósofa. [Nota de Pablo Herrero
Hernández]
[2] Al dermatólogo berlinés Iwan Bloch
(1872-1922) se le considera el padre del término sexología y el fundador de
esta disciplina. Uno de sus principales estudios versa precisamente sobre la
prostitución. [Nota de P. H. H.]
[3] Se trata de tres importantes estudiosos
alemanes de la prostitución. Anna Pappritz (1861-1939), defensora de la
autonomía de la mujer en campo moral y de su igualdad de derechos, fue figura
destacada del movimiento por la abolición de la prostitución. El dermatólogo
Alfred Blaschko (1858-1922) estudió la prostitución desde el punto de vista histórico
e higiénico. Georg Keben (1859-1921), además de un estudio sobre la
prostitución, publicó hacia 1913 una curiosa obra titulada Las armas del sexo
en el amor y en la moral, título y tema modernos donde los haya. [Nota de P. H.
H.]
[4] La obra citada del famoso médico,
pensador y crítico social húngaro Max Nordau (1849-1923), publicada en 1883,
aparecería en español sólo cuatro años más tarde. [Nota de P. H. H.]
El artículo que antecede ha sido localizado
en el archivo del Ateneu Enciclopèdic Popular de Barcelona, a cuyo competente y
entusiasta presidente Manel Aisa va nuestro más sincero agradecimiento.
Fuente:
https://loshernandez.wordpress.com/2006/10/10/%C2%A1prostitutas/
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